El gusto y el olfato, esos últimos sentidos que aún no habían sido explorados por los artistas, llegan al mundo del arte. Y lo hacen de la mano de Ferran Adrià. Sus platos han entrado en los museos y sus creaciones se cotizan como piezas de coleccionista. Pero, ¿cuáles son las fronteras que está traspasando Adriá?
¿Ferran Adrià?
Hablar de Ferran Adrià Acosta es hablar de un catalán de l’Hospitalet de Llobregat. De un profesional autodidacta, obseso del trabajo, tímido, algo tartamudo y con un cerebro en constante efervescencia. Hablar de Adrià es hablar del chef más creativo y atrevido del planeta. Sus recetas rompen con todos los esquemas posibles y crean nuevas texturas y sabores. En su búsqueda, a la que dedica seis meses al año en su taller-restaurante El Bulli, Adrià investiga combinaciones de crudo-cocido, frío-caliente, dulce-salado, duro-blando. Alimentos que varían de consistencia, de color o forma. Un laboratorio gastronómico en donde Adrià ha dado forma a la llamada Cocina de la deconstrucción. Lo que en sus propias palabras consiste “en utilizar y respetar armonías ya conocidas, transformando las texturas de los ingredientes, así como su forma y temperatura”. Es tal la repercusión y prestigio de Adrià, que la prensa extranjera lo considera el español de mayor relieve internacional en la actualidad. De hecho, para algunos de los críticos de arte más reputados, Adrià crea una plástica de los sentidos mediante una expresión culinaria impredecible y difícil de imaginar.
El discurso del arte
El tan estudiado, teorizado y discutido discurso sobre qué es o no es arte, se remonta, como poco, a partir del siglo XV, cuando en el Renacimiento italiano se hace la distinción entre artesano y artista. En pleno siglo XXI, con Ferran Adrià se reavivan las eternas discusiones al respecto. Los argumentos más reaccionarios se han quedado mudos de tanto grito, y los activistas radicales del carpe diem artístico han encontrado en su cocina una punta de lanza con la que defender la versatilidad global del arte.
Para muchos, Ferran Adrià es un Dalí de los fogones. Un genio del puchero, de la patata y de la cebolla, que con estos elementos primarios consigue platos que requieren no sólo de nuestro apetito, sino de nuestro intelecto y de nuestros cinco sentidos. Y claro, una obra que necesita de un vocabulario tan dispar como textura, pigmentos, ensaladera, composición, cubiertos, color, ritmo o sferificación, hace imposible que no salten las alarmas. Que el trabajo de Adrià sea o no arte, da exactamente igual. Teóricos, artistas, críticos y público seguirán discutiendo ese asunto de manera más o menos apasionada. Más o menos inteligente. Y hacen bien en abrir espacios para el debate. Porque sin duda, el tema lo merece.
Si el espíritu se relaja o se solivianta ante un cuadro de Vermeer o Picasso, con su cocina Adrià no sólo pretende mitigar el apetito, también provocar sensaciones, crear estructuras de sabor, aglutinar en un plato-lienzo todo lo necesario para el deleite del comensal-espectador. Sus aportaciones parecen esculturas que tenemos que rodear, cuadros en los que dejarnos llevar por la forma y la pigmentación, dibujos a los que seguir el trazo. Imágenes hermosas para la contemplación, pero sin olvidar que se trata de propuestas que también hay que oler y sobre todo degustar: el fin último de su trabajo. Un arte del momento y para el momento. Piezas complejas que reclaman todas las posibilidades sensitivas del comensal-espectador.
Primeros coqueteos fronterizos
El discurso está en la calle. Y mientras unos hablan de ampliación de las fronteras del arte, otros hablan de tomadura de pelo. De cualquier forma, no hay que olvidar que Adrià trabajó codo con codo y cada cual en su especialidad, con el escultor Xavier Medina a principios de los noventa. De esta experiencia surgió un libro con los descubrimientos de ambos.
Desde aquí, Adrià fijo sus miras en el ámbito artístico, pero entendiendo que en cualquier caso la cocina es cocina, y él un cocinero. Porque Ferran no se considera un artista. Sin embargo, no ha dejado de relacionarse con distintas propuestas de este tipo. Por ejemplo, estuvo en 2005 en la muestra Los métodos creativos de El Bulli organizada por el Georges Pompidou. Poco después la marca Dietrich patrocinó una exposición donde las obras eran los bodegones de alta cocina contemporánea realizada por Adrià en su estudio-restaurante.
Pero fue en 2006 cuando se produjo la gran revolución. Manuel Borja-Villel, actual director del Reina Sofía, y Roger M. Buergel propusieron a Adrià participar en uno de los eventos artísticos más destacados del planeta: la Documenta de Kassel. Y lo hacían con dos premisas. Primera, Ferran Adrià sería invitado como artista (y no como el cocinero de la Documenta). Y segunda, se buscaría el mejor modo de trabajo para la Documenta en su duodécima edición. Ferran aceptó.
Documenta. El templo del arte
La entrada de Adrià en la Documenta no dejó a nadie indiferente. Un chef invitado al mayor acontecimiento artístico del mundo era de por sí carne de cañón para la crítica. Sus obras: degustaciones en un menú cambiante realizado específicamente para esta edición. Según Roger M. Buergel, “Adrià ha conseguido crear su propio lenguaje (…) Siendo importante decir que la inteligencia artística no depende del soporte”. La polémica, por supuesto, estaba servida.
Superada la sorpresa de una invitación de tal calibre, para Adrià lo importante era cómo involucrar su proyecto dentro de las actividades de la Documenta. Tras largas discusiones se mantuvo una de las ideas iniciales: la comida de Ferran no podía desvincularse de El Bulli, situado en la Cala Montjoi (Gerona). Así que se decidió elegir a dos personas todos los días durante los cien que duró la feria, y llevarlos a degustar la obra del chef a su laboratorio. El Bulli pasaba, de este modo, a ser durante los cien días el pabellón G de la muestra. De entre los asistentes, se invitaron a visitantes vinculados de alguna manera con el mundo de arte. La experiencia de todos ellos quedo recopilada en el libro Comida para pensar, pensar sobre el comer (Actar) a través de charlas y escritos. Opiniones que reflexionaban sobre el trabajo de Adrià y sus implicaciones artísticas. En este sentido, Juan Dávila comentó que “La Documenta ha abierto un nuevo camino al introducir el debate sobre la cocina en la escena artística. (…) Es como si la Documenta hubiera provocado la regresión de los críticos y su protesta como medio de resolver su ansiedad.” En esta misma línea, Simryn Gill afirmaba que “la experiencia fue curiosamente desorientadora y estimulante”. Aldo Duelli se sintió como “un ciego que había creído que lo borroso es lo claro”, hasta que llegó a El Bulli y empezó, según él, “a ver con claridad”.
Pero más allá de esta claridad, no podemos poner las manos en el fuego y jurar que sus cacerolas, sus hortalizas e investigaciones gastronómicas sean arte en el más puro de los sentidos. Tal vez aún tengamos que madurar y ampliar más el horizonte de lo artístico. O tal vez tan sólo haya que dejarse llevar y disfrutar de todo aquello que hace que lo cotidiano y lo imperceptible se transformen en una experiencia única y reveladora. Mientras tanto, cada seis meses, Ferran Adrià se encerrará en su taller para seguir creando su propio lenguaje y proponiendo universos alternativos a las lentejas, o las hamburguesas. A los Picassos o a los Tizzianos.