Yang Li no es como sus colegas. No rememora una infancia entre telas y alfileres soñándose como un gran modisto de alta costura de París, ni preocupándose por las propuestas de las grandes maisons. Yang no tuvo durante esos años otro ídolo que Michael Jordan ni otra obsesión que no fuese el baloncesto. Nació en Beijing pero se crió en Perth (oeste de Australia), donde las actividades deportivas son la única distracción que se oferta a los adolescentes. Su contacto con la moda se resumía en conjuntar sus vaqueros con su monopatín. Concisa relación, sin duda, pero suficiente para que Yang Li entendiese que el mero ejercicio de vestirse era en sí mismo una forma de expresión y estilo.
Estudió en la Saint Martins de Londres donde su correspondencia con los deportes quedó plasmada en numerosos diseños de siluetas skater y en el uso de tejidos tecnológicos. Colaboró con el belga Raf Simons (hoy al frente de Dior) del que aprendió que un buen diseñador es alguien que propone cosas en el momento adecuado, que conoce el contexto porque forma parte de él y que responde en sus colecciones a la pregunta ¿qué puedo decir ahora que resulte interesante? El mensaje de Yang Li es cristalino y casi siempre en blanco y negro. Su discurso nace de las raíces minimalistas de los 90, lo alimenta con un espíritu futurista de optimismo y confianza en la evolución, y lo reverdece con detalles lujosos.
Yang Li no cree en las revoluciones a gritos como su generación. Considera más punk sus camisas clásicas cortadas por la espalda y grapadas con un solo botón que una camiseta de Metallica y una chaqueta de motociclista. Peca de poco obvio desde su debut en 2012, lo que hace que su mensaje a veces sea indescifrable. Por ejemplo, en su colección para esta primavera, Li nos habla de jóvenes corazones destrozados sin concesiones al rojo. En casa de Yang no hay lugar para los estereotipos.
Yang Li no tiene musas, solo quiere que sus prendas las vista gente con respeto al pasado y fe en el futuro. Yang no quiere notoriedad, ni ser protagonista de fiestas, ni de fotos. Yang no cuenta películas, sabe que dibuja productos para vender, aun con la esperanza de que muevan sentimientos y se eleven a la categoría de arte. Yang deposita una confianza ciega en el resto, Yang no es como el resto.