El Royal Ontario Museum de Daniel Libeskind ha resuelto las necesidades de las instituciones museísticas de llegar a un público más amplio, de proponer otras actividades y de renovar, por tanto, la identidad y la función del museo.
Existen museos con unas colecciones de gran valor que poco a poco van perdiendo el interés del público. Sin embargo, tienen una nueva oportunidad cuando un arquitecto afamado se encarga de reconsiderar su recorrido, e incluso cambia el aspecto y la estructura del antiguo edificio. El resultado es a menudo impresionante, mediático y permite atraer a un personal variopinto interesado en la “arquitectura de telediario”.
A finales de los años ochenta, el Louvre vivió una segunda juventud gracias a la pirámide que ideó I. M. Pei en el patio. Más recientemente, otras ampliaciones como la de Jean Nouvel para el Reina Sofía en Madrid o el Royal Ontario Museum de Daniel Libeskind han resuelto las necesidades de estas instituciones de llegar a un público más amplio, de proponer otras actividades y de renovar, por tanto, la identidad y la función del museo.
En este último ejemplo, Daniel Libeskind, el arquitecto de los edificios de la memoria, como el Museo Judío de Berlín o el proyecto de la Zona Cero de Nueva York, transforma una construcción de principios del siglo XX en un lugar luminoso y abierto a la ciudad. Las obras comenzaron en 2004, y en 2007 se inauguró una parte importante del proyecto. Durante 2010 se completará el trabajo y se darán a conocer las nuevas áreas.
El Royal Ontario Museum es el mayor centro canadiense de historia mundial e historial natural. Un gran espacio que se merecía un macroproyecto cuya pieza central es el Michael Lee-Chin Crystal, en honor al mecenas que donó 30 millones de dólares canadienses para su creación. La ampliación (o imposición) de cristal y aluminio alberga la entrada principal, además de una cafetería, una tienda y un restaurante. Es también la sede de siete galerías adicionales y de la mayor área de exposiciones temporales de Canadá. Todo es grande e imponente tanto por dentro con un atrio de varias alturas, como por fuera donde asoman los volúmenes con forma de cristal de roca y que parecen invadir o vampirizar al edificio sobre el que se levantan. De hecho fueron las piezas de la colección de mineralogía, las que inspiraron a Libeskind para idear estos prismas espectaculares. Un discurso anguloso, cortante y casi fractal muy en la línea deconstructivista del arquitecto, y que algunos críticos ridiculizan por ser una reiteración marcada de su estilo; un estilo, eso sí, que no deja de provocar sorpresa en sus visitantes.
Sea como sea, el museo se ha convertido en el edificio insignia de Toronto. De hecho, con esta ampliación y su completa renovación, se ha transformado en un centro dinámico, en un escaparte moderno que atrae a un gran número de turistas. La revitalización de la institución y de la vida cultural se ha logrado, aunque seguramente no se comentará que los salientes de cristal y aluminio sufrieron goteras como en otros trabajos de Libeskind: minucias en un espectáculo mediático que reporta generosos beneficios.