En la cultura taoísta el paisaje tiene una función simbólica. Al representar una montaña, se plasma la inmensidad, la unión entre el cielo y la tierra, pero sobre todo se subraya el vacío frente a ese elemento geográfico. Un vacío que no rellena la presencia del hombre, a menudo diminuto e insignificante frente a la grandiosidad de la naturaleza.
En el noroeste de China se encuentra la región de Heilongjiang. Su capital, Harbin, es una metrópoli que en 2010 adjudicó mediante concurso la construcción de su nueva ópera al estudio chino de arquitectura MAD. Y aquí es donde nuestra introducción cobra sentido ya que su fundador, Ma Yansong, define este trabajo como “una interpretación contemporánea de la relación que Oriente mantiene con la naturaleza.”
Llevando a cabo esas premisas culturales e ideológicas, el edificio aprovecha tanto funcional como estéticamente la topografía. En una isla rodeada de humedales que se congelan en invierno por el anticiclón de Siberia, sobresale la sinuosa silueta de la ópera como una suave e inmensa colina transitable, con su piel cubierta de paneles de aluminio y superficies acristaladas.
Según el propio Ma Yansong, se trata de integrar al espectador en un entorno natural y arquitectónico donde conectar espacio público y un medio ambiente apabullante. Lo que observamos no solo en los exteriores, sino también en las formas orgánicas que dominan el vestíbulo o la sala pequeña con capacidad para 400 personas y con un ventanal gigante tras el escenario.
Este alumno aventajado de Zaha Hadid y admirador de las cubiertas de Eero Saarinen quiere trascender el actual discurso contra los edificios-espectáculo. Quiere demostrar que tras sus visiones grandiosas hay un pensamiento sólido. Habrá que esperar a que se manifieste la crítica. Pero más allá de opiniones y análisis, queda claro que MAD ha conseguido con esta ópera crear un emblema de la cultura oriental apta para una lectura globalizada. Un manierismo épico que enloquecería tanto a Wagner como a Gaudí.