La Cité des Affaires de Manuelle Gautrand Architecture es una mole de oficinas y servicios para albergar 1.500 puestos de trabajo destinados tanto a administraciones locales, como al uso del sector privado.
En países como Alemania o Francia el proceso de reconversión económica que empezó en los años setenta y ochenta, obligó a administraciones y empresarios de algunas regiones a encontrar nuevas fórmulas. Eran zonas que se dedicaban al carbón o a la industria pesada y que tuvieron que cambiar su paisaje grisáceo por un mapa de viveros empresariales para relanzar la actividad económica.
Saint-Etienne, una ciudad al sur de Lyon en Francia, fue el escenario de los primeros intentos de industrialización hacia 1830. Allí se creó el primer ferrocarril francés para transportar carbón y el primer tranvía para pasajeros unos años más tarde. Eran tiempos en los que se buscaba el adelanto de la humanidad mediante el progreso técnico.
En el siglo XXI, el sistema es muy distinto. Los poderes públicos se conciertan para atraer inversores e invitarles a inyectar dinero en un tejido empresarial sostenible. Los valores han cambiado y sus signos de representación también. Donde antes se hubiera levantado una imponente construcción, hoy se yerguen edificios con multitud de mensajes para los que la arquitectura sirve de portavoz. Este es el caso de La cité des affaires ideada por el estudio de Manuelle Gautrand. Una mole de oficinas y servicios para albergar 1.500 puestos de trabajo destinados tanto a administraciones locales, como al uso del sector privado.
El lugar donde se ubica es un terreno intermedio entre el casco histórico y el barrio económicamente más activo. Cerca se encuentran la estación del tren de alta velocidad y el tranvía. Enclavado en el islote Grüner, La cité des affaire se beneficia pues de una situación estratégica y destaca por ser un proyecto arquitectónico resolutivo y sorprendente. En primer lugar, se trata de un paralelepípedo fragmentado que juega con distintas alturas tanto en sus tejados como en sus diferentes entradas, logrando con ello un aprovechamiento casi completo del solar sin llegar a la asfixia urbanística.
En segundo lugar, las entradas y el patio, en realidad una calle interior, se distinguen del volumen de cristales por su color amarillo. Una señalética atrevida y llena de información: cuidado, este espacio no es anodino. Por otro lado, y para acentuar que no estamos ante un monolito gris, la luz es la gran protagonista: se aprovecha su uso durante el día con unos cristales térmicos que aíslan del ruido y de la temperatura exterior, mientras proveen de iluminación natural para favorecer un ambiente de trabajo agradable.
Evidentemente no estamos ante un nuevo Guggenheim, pero su efecto es asimismo valioso para la regeneración de la urbe: un punto de referencia en el paisaje de Saint-Etienne que, como otras ciudades medias, encuentra en edificios contemporáneos nuevas señas de identidad y reconocimiento.