La gran ola de Kanagawa, de Katsushika Hokusai (1760-1849), es con merecimiento una de las estampas más icónicas del arte japonés en Occidente. Una delicada escena, dentro de la serie Treinta y seis vistas del monte Fuji, que representa fabulosamente el interés —profundo y emocional— de los creadores clásicos de esas latitudes por la relación compleja entre el hombre y la naturaleza. Tal vez por ello su idea de belleza estaba muy ligada al paisajismo, y solo se comprendía desde la perspectiva del equilibrio: la armonía por encima del destello. Algo que fue inmejorablemente explicado por el escritor Jun’ichiro Tanizaki (1886-1965) en su breve y maravilloso ensayo El elogio de la sombra.
Al ritmo de la tecnología, todo ha cambiado mucho en poco tiempo, y el país del sol naciente es el paradigma de estas mutaciones. Pero, en ocasiones, percibimos rasgos latentes de una cultura ancestral en obras muy distantes. Es ahí donde adquiere interés la ecléctica propuesta visual de Kenji Hirata (Nagasaki, 1968). Ecléctica y paradójica desde su propia definición gráfica; piezas que tienen un acabado aparentemente digital, por sus depuradas curvas y por los cromatismos un tanto artificiales —casi fluorescentes—. Sin embargo, estas composiciones se materializan fuera de las pantallas de las computadoras en forma de pigmentos acrílicos sobre lienzo o madera.
Desde Brooklyn, este japonés plantea un discurso plástico que posee ciertos elementos característicos de la contemporaneidad global, vinculados al mencionado aspecto digital de sus trabajos y a la colorida atmósfera de estos, que nos trasladan a los dominios de la modernidad manga. También se perciben ligeras referencias compositivas al futurismo europeo y a las figuras enmarañadas del suizo H.R. Giger.
Pero el factor que verdaderamente otorga a Hirata un valor sustancial es el tejido psíquico con el que traza sus místicos paisajes. Sus naturalezas abstractas se desbordan hacia el territorio de lo emocional, evocando —desde las antípodas formales— el aroma de los grabados de aquellos maestros de su archipiélago natal, que se adentraban en las raíces de su entorno con una finura inigualable.
Sus cuadros no son demasiado grandes, pero suelen disponerse con otros a modo de engranajes de un mecanismo, extendiéndose por las exposiciones donde se muestran. En esta línea, Kenji Hirata también es conocido por sus murales de gran formato en espacios públicos, donde sus iconográficas y entremezcladas olas brotan a sus anchas.
Sin ser un creador extraordinariamente mediático, es parte de la profunda escena neoyorquina. Sus pinceladas han desfilado por muestras de arte de multitud de ciudades de EE.UU. y ha expuesto en solitario en NYC, Hamburgo y Japón. Heredero lejanísimo —en todos los sentidos— de Toyo, Naizen o el citado Hokusai; pero heredero, al fin y al cabo.