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Para adaptarse a los nuevos usos, El Molino ha tenido que crecer: por abajo, añadiendo un sótano donde se encuentra la cocina, y sobre todo por arriba, levantando un elemento futurista detrás de las aspas del molino.

Hubo un tiempo en que canciones como La vaselina, La pulga o La regadera se oían en los cafés concierto de toda España. Era la época dorada de un tipo de espectáculo que se llamaría más tarde music hall o cabaré, pero que en aquel entonces se calificaba de género ínfimo por similitud con la zarzuela, el género chico. En sus letras reinaba el doble sentido cuando no cualquier motivo para enseñar un tobillo, un hombro o algo más. A aquellas representaciones sicalípticas, pues así las llamaban, acudía un público masculino que bebía los vientos por artistas como la Bella Dorita, una de las figuras más emblemáticas de lugares como El Molino de Barcelona.

Situado en el Paral·lel, también conocido como la avenida de los teatros, El Molino es de los pocos locales que han llegado hasta nuestros días. Abierto en 1898, no se convirtió en el Petit Moulin Rouge hasta 1908, para reducir su nombre a El Molino en 1939. Más de un siglo de vida nocturna que revive hoy bajo una nueva piel gracias al interiorismo de Fernando Salas y al trabajo arquitectónico de los catalanes BOPBAA.
El primer reto fue el de respetar la fachada (todo un icono en Barcelona) y transformar la sala principal destrozada en un intento de rehabilitación anterior.

Para adaptarse a los nuevos usos, El Molino ha tenido que crecer: por abajo, añadiendo un sótano donde se encuentra la cocina, y sobre todo por arriba, levantando un elemento futurista detrás de las aspas del molino. Esta operación ha permitido ganar espacio en altura para ubicar una coctelería, una sala de ensayo y las dos plantas superiores dedicadas a la maquinaria teatral. Frente a otros establecimientos de este tipo, la verticalización proporciona aquí buenas condiciones acústicas y una nueva imagen para el local. Por otra parte, el “añadido” se adapta al paisaje urbano del entorno y por su posición propicia una terraza con vistas al Paral·lel.

Dentro, el interiorismo de Fernando Salas es un verdadero ejercicio de creación con pequeños detalles que recuerdan el pasado de este café concierto, aunque sin costumbrismo ni oropeles. En este sentido, se han conservado la carpintería original del vestíbulo y la fachada de cristales emplomados. Todo se distribuye en torno a una gran lengua roja que alude a la irreverencia que se gastaba en aquellas tablas. Una lengua que sale de la boca del escenario para prolongarse casi treinta metros hacia arriba conectando con el exterior. Por lo demás, se ha potenciado una atmósfera oscura realzada con LED. Retroiluminación y silueteados lumínicos convierten todo El Molino, y no sólo su escenario, en un lugar teatral que varía la luz en función de cada momento.

En la platea se ha instalado también una barra de bar con acabados en mármol negro; el mismo que en la coctelería, el Golden Bar, que con sus paredes forradas de gresite dorado ostenta un mural grafico de Josep Ribas con la imagen de la vedette Christa Leem, famosa estrella de revista. Asimismo dos celosías también retroiluminadas en los laterales recuerdan a dos estrellas del baile y del music hall: Carmen Amaya y Joséphine Baker. En resumen, sin rechazar su origen pero con vistas a un futuro prometedor, la labor arquitectónica e interiorista ha transformado un edificio en fase de declive y destrucción en un espacio moderno y alentador.

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