Rusia es Europa, pero la cercanía con Asia la hace merecedora de un estatus peculiar dentro del mundo del arte y del diseño occidentales. Sus creadores nos dan la sensación de estar muy cerca de lo que se hace por aquí, pero con inconfundibles detalles de una cultura milenaria aguerrida en los contrastes: desde la opulencia de la corte de los zares, hasta las grandes convulsiones del siglo veinte, es decir, la revolución soviética, las dos guerras mundiales y la fulgurante “transición” hacia la economía de mercado.
De tantos terremotos surgieron grandes figuras de la pintura, la escultura, el teatro, el cine o la danza. Una creatividad desbordante que se plasma hoy también en el diseño de Dima Loginoff, un joven moscovita que ha acaparado los principales galardones del diseño ruso en estos últimos años y que ha conseguido un reconocimiento internacional. En efecto, este año recibió el segundo Premio de los IDA (Premios Internacionales de Diseño) entregados en Los Ángeles.
¿Cuál es la clave de un éxito tan precoz cuando ni su página web registra aún ningún objeto en fabricación, ni ningún interiorismo realizado? Respuesta: una gran visibilidad en las mejores revistas especializadas del mundo, que no dejan de seleccionar sus objetos como valores seguros. Pero esta hábil promoción del joven Loginoff, anteriormente estilista profesional, se debe sobre todo a su talento para crear asientos elegantísimos con capas moldeadas de plástico, o perfilar lámparas o sillones que se apoyan en rasgos tradicionales de su cultura, pero reinterpretados en un producto original.
Para muestra el sillón Vassili con sus pies rojos torneados hasta la saciedad y sus orejas desproporcionadas: un cóctel barroco rabiosamente moderno. O la lámpara Fedora que revisa la matrioska, esa muñeca rusa de formas orondas que esconde más muñecas en su interior. Loginoff se aleja del souvenir y conserva tan sólo las curvas de un objeto clásico y reconocible para moldear el cristal esculpido como pequeños diamantes o motivos vegetales. Fedora es un pro-ducto compacto y único que no prescinde de sus raíces: un guiño cultural que niega la uniformidad de la aldea global, pero que a la vez rehúye el cliché.