El colectivo de FOOD Design Center for Genomic Gastronomy surge en el año 2009 para buscar soluciones que se anticipen a los problemas sin morir en el intento. Y usamos esa expresión de una manera mucho más literal de lo que nos gustaría, porque nos referimos al porvenir de la alimentación.
La polución, la geopolítica, los tratados comerciales, los flujos migratorios, el cambio climático y sus efectos en el paisaje… Todos estos factores tienen un impacto directo en nuestra nutrición del que rara vez somos conscientes. Marcan los ingredientes disponibles, su calidad, su precio, y estos, a su vez, modifican los sabores, las recetas locales o dan pie a platos completamente nuevos. ¿Qué podemos esperar de las dietas del futuro si observamos hacia dónde van todos estos factores de impacto?
Cat Kramer y Zack Denfeld fundaron Center for Genomic Gastronomy en 2009 para responder a estas preguntas. Responder o, al menos, abordar cuestiones nuevas y mejores que nos preparen para un mañana cuanto menos incierto. Como Kramer y Denfeld vienen de las bellas artes, podemos definir su planteamiento como un think tank artístico —laboratorio de ideas sería el término más cercano en nuestro idioma—, centrado en investigar la biotecnología y la biodiversidad que determinan nuestros sistemas de alimentación.
¿Cómo lo hacen? Cada uno de sus proyectos es un mundo, pero, sobre todo, crean posibles escenarios venideros partiendo de las tendencias actuales. La intención es buscar soluciones que se anticipen a los problemas sin morir en el intento. Y usamos esa expresión de una manera mucho más literal de lo que nos gustaría, porque nos referimos al porvenir de la alimentación.
Uno de los temas recurrentes en el trabajo de Center for Genomic Gastronomy es la tensión entre lo global y lo local. Tomemos como ejemplo una de sus propuestas más recientes: Brexit Banquet, en la que analizaban el efecto que tendría la salida del Reino Unido de la Unión Europea en cuanto al flujo de ingredientes. Como parte de un plan más extenso llamado Taste & Place, el objetivo es “relocalizar” las distintas gastronomías para hacerlas más sostenibles y alcanzar la muy necesaria soberanía alimentaria.
Brexit Banquet consiste en una colección de cinco recetas que derivan de las consecuencias de las negociaciones políticas y comerciales entre Reino Unido y la Unión Europea. Por ejemplo, Fish and Chicks: el plato asociado a Inglaterra por excelencia en una versión sin patatas y con garbanzos. Resulta que aunque el Reino Unido cultiva patatas, la mayoría de las utilizadas en los establecimientos de Fish & Chips se traen de la Unión Europea ya troceadas y congeladas. Sin embargo, los garbanzos han sido una legumbre introducida en las islas por los emigrantes —principalmente asiáticos—, que en la actualidad goza de gran popularidad y cuya importación no se ve en peligro por el Brexit.
En esta misma línea, tenemos Lamb Four Clover, otra adaptación de la cocina británica. Reino Unido exporta el 90% de la carne de cordero de su ganadería y, ante la amenaza de unos acuerdos comerciales restrictivos, Johnson se comprometió a comprar toda la producción ovina de Gales —un gasto de unos 500 millones de libras— para evitar los perjuicios de ganaderos y granjeros. Por otro lado, las prácticas de cultivo industrial empiezan a tener repercusiones insospechadas en el deterioro del suelo, que en breve nos pasarán factura. Como solución recomiendan el cultivo de trébol, una planta que, junto con la endivia o el llantén, regenera los nutrientes de la tierra y puede servir de guarnición. Con ello pretenden dar salida al posible exceso de existencias de ambos ingredientes en una receta que recupera la superficie de cultivo y activa la economía local.
Otro de sus proyectos de Center for Genomic Gastronomy dignos de mención es Smog Tasting (cata de humo/polución). En él trazan un mapa con los niveles de contaminación y la calidad del aire en distintas zonas de la ciudad. Para ello han desarrollado una actividad tan simple y tan potente al mismo tiempo como ir a un punto concreto en el que quieran capturarlo y hacer, allí mismo, un merengue. Para los no iniciados en repostería, el merengue lleva clara de huevo batida y azúcar, pero el 90% de lo que nos comemos es aire. Este postre les permite medir los metales pesados y el resto de compuestos volátiles químicos y orgánicos que flotan a nuestro alrededor. Para terminar el experimento, nos proponen mandar unos dulces de merengue a las partes responsables de esa polución como políticos y empresarios. ¿Regalo envenenado? No es para tanto, al fin y al cabo, es lo que respiramos todos a diario.
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