Situada al pie de la cordillera de los Andes, la Casa Luna es el último experimento arquitectónico de Pezo von Ellrichshausen. Una arquitectura donde reverbera la crudeza, la tosquedad brutalista y el perfil geométrico severo que siempre ha caracterizado al dúo chileno.
La osadía arquitectónica de Pezo von Ellrichshausen
La primera creación del tándem Pezo von Ellrichshausen fue la Casa Poli (2005): un monolito tosco, crudo y sin escala, abandonado a la orilla de un acantilado sobre el que se erige como un cuerpo carismático, atemporal e intrigante. Su vigor derivaba de la osadía con la que los entonces jóvenes arquitectos —ella, argentina y él, chileno— desafiaban el pensamiento arquitectónico y, también, la materialidad deliberadamente ruda, resultado del trabajo de mano de obra no especializada.
Por esa última razón, sus autores nos dicen que la Casa Poli “podría leerse como un homenaje a la imperfección, al accidente inevitable de la factura humana”. Un punto que, como ellos mismos continúan, “aún llevamos más lejos en Casa Luna”. En ella, reverbera de nuevo una crudeza y tosquedad brutalista y un perfil geométrico severo, recalcando este como un adjetivo inherente a la práctica de ambos.
Situada al pie de la cordillera de los Andes, Casa Luna tiene una superficie de 2400 m2, y sus creadores la explican desde la contradicción: “es grande y pequeña”. De escasa altura, está formada por una serie de doce volúmenes diferentes separados entre sí por juntas sísmicas. Definirla partiendo de la funcionalidad no llevaría a un concepto claro tampoco: “Decir que esta colección de bloques de hormigón es una vivienda sería demasiado simple. Decir que es un museo sería demasiado humilde”.
Casa Luna: un claustro brutalista
La imposibilidad de ceñirla a una idea se debe seguramente al hecho de que el proyecto es esencialmente materia y espacio. El dúo entiende este conjunto de construcciones más bien como “un claustro”, en alusión a esa arquitectura para la vivencia espiritual, el estado contemplativo o el distanciamiento de lo mundano. Su modestia y su rigor absoluto también pueden evocar la idea de la naos en el templo griego o el atrio de la villa romana llevados a su depuración estructural, pero también a la atractiva y desnuda osamenta de hormigón en la edificación contemporánea.
La planta es una huella cuadrada dividida por una cruz asimétrica. Vista en plano cenital, aparece como una disciplinada composición geométrica, integrada por rectángulos, cuadrados y círculos. Acude a la mente El Universo, el dibujo en tinta realizado por el monje zen Sengai Gibon, alusivo a la inefabilidad de lo real. Hay estancias dispuestas en su perímetro y núcleo que se desdoblan en torno a cuatro patios: uno de los cuales alberga un jardín de flores y otro, que triplica el tamaño de los demás, cuenta con un estanque y algunos árboles ancianos. A este patio debe la casa su nombre, ya que sus dimensiones equivalen a las de una plaza de toros, que en la tradición rural chilena recibe el nombre de “medialuna”.
Las aberturas en múltiples direcciones difuminan o suprimen la identidad funcional del edificio: “Casi no hay contraste entre las habitaciones para vivir y para trabajar” o para hacer otras actividades. En algunos rincones se generan matices de intimidad y, en otros, de monumentalidad al peso, el vacío y la opacidad. Como ocurría en la Casa Poli, el exterior parece aquí también impávido, actuando como una fortaleza dentro de la cual se despliega un interior emocional, “atiborrado de momentos” que suceden dentro y fuera, y en donde resuenan también ecos cruciales de la arquitectura de la modernidad.
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