En Baker Beach, a solo unas cuantas manzanas del que fuera ―casi una década antes― epicentro del Verano del Amor en pleno corazón de San Francisco, un grupo de amigos se reunieron para celebrar la noche del solsticio de verano quemando una efigie de madera de casi 2,5 metros de altura que ellos mismos habían construido. Era 1986 y acababa de nacer el festival Burning Man.
La conexión con 1967 no es gratuita. Aunque el término es difuso y carga sobre sus hombros la explosión de toda una contracultura americana que conecta ―a través del tiempo― desde la generación Beat a las raves británicas, pasando por Woodstock, los movimientos pacifistas contra la Guerra de Vietnam o el consumo recreativo de drogas psicodélicas, muchos marcan su nacimiento en el Human Be-In de comienzos de ese año en San Francisco.
Allí, uno de los nombres propios de la psicología del siglo pasado e importante defensor del LSD, Timothy Leary, pronunciaba ante miles de personas su memorable “Turn on, tune in, and drop out”, condensando en siete palabras el sentir de toda una generación. Precisamente, parte de las cenizas de Leary serían ―medio siglo después― llevadas en procesión al Totem of Confessions: la capilla erigida ―y posteriormente quemada― por Michael Garlington en el Burning Man Festival de 2015.
Volviendo atrás, a comienzos de los 90, las autoridades prohibieron realizar la quema en la playa, y este ritual anual se trasladó al vecino estado de Nevada. Escondido en la inmensidad del desierto de Black Rock ―que, excepto en 1997, siempre ha acogido el evento―, la celebración fue creciendo en asistentes y duración verano tras verano, lo que generó la necesidad de cierto diseño urbano.
Radiografía de una pop-up city
Mundialmente conocido por sus instalaciones artísticas y su música, por la extravagante magia del desierto, por el famoseo creciente en cada edición y por su polémico elitismo, hoy el Burning Man Festival sigue siendo un fenómeno ―frecuentemente comparado con el gigantesco e itinerante peregrinaje hindú del Kumbh-Mela― casi único. Su celebración implica cada año la creación de una ciudad entera ―que ya supera los 50.000 habitantes― sobre el lienzo en blanco de la arena del desierto para, una semana después, desaparecer sin apenas dejar rastro.
El diseño urbano de la Black Rock City parte del trazado de Rod Garret para la edición de 1998, que alojaba a 9.000 burners. Como en una versión invertida del panóptico de Jeremy Bentham ―modelo pionero de prisión que desde un único punto central vigilaba todo―, el Burning Man aparece como hito y centro geográfico de los arcos que definen la curva de las calles concéntricas de esta metrópoli efímera.
Desde el mismo punto, una serie de calles radiales a intervalos de 15º dibujan un reloj solar de escala urbana. Los sectores circulares resultantes determinan las supermanzanas del asentamiento ― con una programación jerárquica y densidades específicas―, cuya distribución interior definen los usuarios. Esto genera una urbe compuesta por una amalgama de construcciones que van desde las más simples tiendas de campaña y caravanas, a elaborados refugios temporales de estructura ligera.
Frente a la distribución totalmente libre de los propios campamentos, esta dicotomía generada por la estructuración top-down consigue mantener bajo control la dispersión urbana, al tiempo que se expresa y se fomenta un sentimiento de pertenencia comunitaria. El tercio noreste de la circunferencia se mantiene vacío, abierto al horizonte infinito del desierto. Adquiere así una importancia ―como señalaba Garrett― “espiritual y psicológica […] invitando al mundo natural a entrometerse” en esta ciudad erigida desde el polvo por la mano del hombre.
Pandemia. Burning Man cancelado. ¿Su fin?
Este 2020 no arderá el fuego sobre las arenas del desierto de Black Rock. La pandemia del coronavirus ha impedido al Burning Man Festival seguir sumando años a los 33 cumplidos el pasado verano. Decía el propio Rod Garret que este “es al mismo tiempo un fenómeno muy real y, sin embargo, extremadamente efímero”.
Y la realidad es que la supervivencia de un evento cuyo presupuesto depende principalmente ―hasta en un 90%― de la venta de abonos y que “debe surgir anualmente de la nada, brillar durante unos días y luego esfumarse por completo”, está en jaque. Si se ha esfumado o no para siempre está por ver. Mientras, conviene recordar aquella obra de John Giorno ―otra figura crucial de la contracultura estadounidense― cuyo título rezaba You got to burn to shine.
Visita la web del festival Bernung Man