Figura clave de los revolucionarios años 60 y 70, el diseñador y arquitecto italiano Andrea Branzi ha encarnado durante décadas los ideales de nuevas utopías. En distintos colectivos y de manera individual, su trabajo y sus teorías han renovado constantemente el lenguaje del diseño. Su poética: entender lo inútil como una categoría sagrada.
El maestro del diseño radical italiano
Hablar con un maestro como Andrea Branzi es una invitación a tener la mente abierta. A sus 83 años sigue en activo, y sus teorías alejadas de cánones continúan vigentes. Cómo no estar atento a las palabras de quien a lo largo de tanto tiempo ha ido hilvanando propuestas rupturistas de pensamiento audaz. Colectivos como Archizoom o Memphis son parte de la historia y, él, uno de sus referentes indiscutibles. Pero vayamos al origen.
A mediados de los 60, arquitectos y diseñadores jóvenes se sublevaban contra el racionalismo postbauhaus, al que consideraban burgués y reaccionario. Para ellos, el diseño no era tal sin peso emocional. Lo entendían como un arma casi ideológica con la que cuestionar el concepto de “buen diseño” construido varias décadas antes. Buscaban mobiliarios extravagantes, filosóficos, performativos. En distintos países, pero sobre todo en Italia, lo que se llamó antidiseño o diseño radical supuso un cambio de paradigma, además de sentar las bases de la posmodernidad que se desarrollaría a lo largo de los años 80 y de lo que más adelante empezaría a llamarse art design o collectible design.
Branzi y sus colegas formaron parte de aquella etapa en ebullición y, como hijos de una rebeldía pop, se lanzaron a subvertir todo orden en el campo de la cultura del proyecto. El grupo inglés Archigram (1961-1974) fue el detonante que provocó réplicas con carga de intensidad: en Austria, Coop Himmelb(l)au o el grupo vienés Hans-Rucker-Co; en Estados Unidos, Ant Farm; en España, el arquitecto José Miguel de Prada Poole. En el entorno italiano, y en concreto en Florencia, nacieron Archizoom, SuperStudio, UFO, Gruppo 9999… con la misma actitud de choque frente a la modernidad racionalista encarnada en figuras como Mies van der Rohe. La frase del norteamericano Doug Michels “queríamos ser un grupo de arquitectura que se pareciera más a una banda de rock”, podría ser el resumen perfecto de esa época.
Andrea Branzi Florencia, 1966
En el contexto del diseño radical, Branzi ideó piezas como el sofá Superonda, producido por la empresa Poltronova: formas onduladas, colores intensos, inclinación al kitsch y la posibilidad de utilizar el asiento como el usuario quisiera. El mueble dejaba de ser una estructura rígida para convertirse en algo dinámico, interactivo. Una revolución. También son suyas disrupciones conceptuales como el sofá Safari (1966-7), la cama Dream (1967) o el sillón irónicamente llamado Mies (1969).
“En los 60 había en el ambiente un gran deseo de renovación del lenguaje”, nos cuenta Andrea Branzi desde su oficina en Milán. “Queríamos enviar señales cargadas de energía expresiva”. Branzi —que continúa al frente de su estudio— ha sido, además, comisario de exposiciones, teórico y escritor, profesor en la Politécnica de Milán y fundador de la Domus Academy: la primera escuela de posgrado de diseño en Italia. “La historia de la humanidad no es una historia de tecnología, sino de pensamiento, de personas”, ha dicho con lucidez.
ROOM DISEÑO. – En esos años se manifestó una efervescencia generalizada. Parecía el momento propicio para una nueva vanguardia.
Andrea Branzi. – Así es. Nosotros usamos la palabra “radical” porque le pedimos a Germano Celant, un gran crítico de arte y creador del Arte Povera, que buscara un nombre para nuestro movimiento. Yo sabía bien que, si no encontrábamos uno, a la larga todo desaparecería. Esto también lo entendió Germano: después de estar varios días usando el adjetivo “radical”, me telefoneó para proponerme que lo hiciéramos oficial. Lo planteamos como un término que servía para definir esa complejidad de energías.
R.D.- ¿Qué papel jugaban las empresas en ese contexto tan innovador y abiertamente transgresor?
Andrea Branzi. – La propuesta radical no estaba vinculada a la interpretación de la industria ni del mercado, ni siquiera del diseño en sí. Se trataba de un lenguaje expresivo nuevo, más ligado a la música, a la moda o al arte. Estaba muy alejado de lo que el mercado requería en aquel momento, y fueron las compañías quienes decidieron adecuarse a esta renovación. Pero esto ocurrió con el tiempo, con otros movimientos que se desarrollaron en Milán durante los siguientes 10 años. Por ejemplo, Memphis. Es más, no solo la producción no tenía un papel, sino que no había ni siquiera clientes.
Como nos dice Branzi, las cosas suceden cuando alguien hace que ocurran. Y él fue una figura sísmica que encontró aliados con los que hacer frente al código cerrado del racionalismo. Pero no se quedó ahí. Su trayectoria siguió engarzando nuevos escenarios utópicos. Su código supo renovarse con otras perspectivas, y así fue capaz de acercarse a la artesanía y a los elementos de la naturaleza. Este discurso inspiró la serie Animales Domésticos —producida por la editora Zabro a mediados de los 80—, que él luego continuó perfeccionando. Este nuevo posicionamiento conceptual, que se calificó como neoprimitivismo, acabó siendo el punto de partida para creadores posteriores como Junger Bay, Marco Iannicelli o Marcantonio Raimondi.
R.D.- En esa Italia creativa, ya en los 80, ¿cómo surge Animales Domésticos (1985)?
Andrea Branzi. – A principio de los años 60 nos trasladamos a Milán. Allí se generó una especie de expansión que podríamos definir como posradical: Medini, Raggi, Sottsass… Hubo, pues, un crecimiento que dio lugar al Grupo Memphis (1981-1988), que terminó transformándose en un fenómeno muy amplio y fuerte, aunque no exento de tensiones. Pero llegamos a la madurez y el empuje inicial se agotó. Entonces comencé a interesarme por otros espacios, otros lenguajes: objetos primitivos vinculados a los árboles. Así nace Animales Domésticos. Se trataba de formas absolutamente desconocidas, pero que tenían una gran capacidad primaria.
R.D.- Supo salir de la zona de confort y casi comenzar de nuevo.
Andrea Branzi. – La idea era encontrar un modo de comunicar, de crear un código internacional que no se basara en la lógica de la función, sino en una energía primordial, natural, espontánea. Fue una manera distinta de intuir el proyecto como germen, como algo primario, de difícil consumo por su impacto inesperado. Creo que era una visión de la crisis de la modernidad clásica y una atención hacia otro tipo de fuerza expresiva mucho más instintiva, que nace sin un motivo, sin fórmulas, con un riesgo constante sobre el resultado final.
Aunque también ha diseñado para grandes firmas como Alessi, Cassina, Vitra, Zanotta y, más recientemente, para Ghidini o Qeeboo, Branzi siempre se ha movido más en el entorno de las galerías, esos espacios que reconocen su rol de diseñador no normativo. Carpenters Workshop Gallery, Isabella Bortolozzi, Nilufar o Friedman Benda exponen y venden su trabajo más ligado a las piezas únicas y a las ediciones limitadas. Y un dato curioso, el Centro Pompidou de París reúne y conserva un amplio archivo Branzi.
R.D.- En su larga trayectoria, ¿cómo ha sido ese equilibrio entre la galería de arte y la gran industria?
Andrea Branzi. – A lo largo de los años, he colaborado con empresas muy importantes, lo que no entra en contradicción con mi manera de trabajar. Hacerlo era una forma de expandir mi metodología. Cuanto más innovábamos, más nos buscaban estas marcas. En aquellos años estaban en crisis todas las estrategias de marketing. Y estas grandes compañías necesitaban abrir mercados nuevos incluyendo lenguajes no previsibles. Por tanto, era importante tener relación con aquella industria que empezaba a entender que no solo estaba cambiando el mercado, sino la sociedad misma.
“Lo inútil es una categoría sagrada. No existe ninguna gran civilización que no haya invertido grandes energías en lo innecesario”, sentencia Branzi una y otra vez. Esa liberación del funcionalismo y la inclinación hacia lo poético están ligadas a su actitud crítica con el diseño, con la producción, incluso con él mismo. “No me ha interesado mucho seguir mi propia trayectoria. Si acaso, como mucho, para desear que los demás hagan una labor diferente a la mía. Lo mío no me interesa, ya lo he hecho. La partida ha concluido”, señala sin nostalgia y con humildad.
R.D.- En un tiempo como este, con la conmoción que ha provocado el coronavirus y en plena crisis de la globalización, ¿sigue reivindicando el concepto de diseño inútil?
Andrea Branzi. – Todo lo que se desarrolla mediante una programación y previsión de ventas conlleva un consumo volátil que termina desapareciendo. Sin embargo, la categoría de lo inútil es más indispensable. Creo que lo que ocurrió hace año y medio con el coronavirus —la sensación de vacío, de espera, de algo que debe cambiar— es una oportunidad perfecta para responder a lo imprevisible y volver a idear nuevos lenguajes. Es en el silencio donde se crean nuevas palabras y relatos. No creo que esta sea una etapa de crisis, es un momento en el que todo puede suceder. Hay que dejar correr a los caballos con la libertad de no saber hacia dónde se dirigen. Y en este sentido, vivimos en una neoprehistoria en donde no está claro cuál es el pasado o cuál podrá ser el futuro.
R.D.- Casi sesenta años creando, proponiendo, transgrediendo. ¿Qué le queda por hacer?
Andrea Branzi. – Tengo que decirle que estoy trabajando ahora más que en toda mi vida. Y aunque no sé por qué motivo, hay ideas que han continuado. Son intuiciones, que es una manera típica también de proceder en el pensamiento científico. En este momento estoy haciendo numerosos bocetos, pero no son proyectos. Son dibujos, que es una forma de razonamiento no finalizado. Y por tanto no apuntan al futuro. Tampoco al pasado ni al presente. Son una especie de energía creativa autónoma. Algo con lo que siempre me he sentido bien. |