La artista italiana Tatiana Trouvé ocupa el Palazzo Grassi de Venecia hasta el mes de enero con The Strange Life of Things, su exposición más ambiciosa hasta la fecha. Una imagen del mundo que dialoga con el palacio y con la ciudad, que viaja de la escala del cuerpo a la del planeta y que conecta pasado, presente y futuro, recolectando objetos cotidianos replicados en yeso, bronce, aluminio o mármol.
Un palimpsesto en el Palazzo Grassi
A Tatiana Trouvé le interesan los mapas. Ella misma ha declarado que la inspiración de esta muestra surgió de uno fantástico del siglo XIX que presentaba los mayores ríos del mundo confluyendo en un solo punto. Venecia, ese palimpsesto milenario de agua, piedra y fulgores —y más el Palazzo Grassi, en mitad de la ciudad y del Canal Grande—, bien podría ser ese punto. La idea se plasma en Hors-sol, la instalación site-specific que recibe al público en el patio central del palacio, una de las dos sedes venecianas de la Fundación Pinault junto con la Punta della Dogana.

Esta consiste en una espesa lámina de asfalto que recubre el pavimento de mármoles dieciochescos. En ella, están atrapadas copias de tapas de alcantarillas y registros procedentes de grandes ciudades de todo el planeta, fundidas en metales diversos y concebidas —en palabras de Barbara Casavecchia, en su ensayo del catálogo— como “portales que conducen al universo líquido que le corre bajo la piel”. No hay nadie que en su niñez se haya sustraído a la sugestión, tan inquietante como prometedora, de que una tapa de alcantarilla —o el bote sifónico del baño— es testigo de un mundo flotante.

Pero el agua está implícita también en el alquitrán, “un hidrocarburo líquido que rezuma de rocas formadas a partir de restos de algas microscópicas y otros organismos vivos en el Carbonífero, cuando los grandes bosques pluviales y los pantanos cubrían la Tierra”, comenta Casavecchia. Además, al menos la mitad del cuerpo humano es también agua, que no solo acecha bajo la piel del palacio. Cuando uno sube a la primera planta y se asoma a las balaustradas del patio, el pavimento muta en firmamento, como un mapa celeste y nocturno, una carta de navegar como las que guiaban a los pilotos de las antiguas naves. La escala del cuerpo, la de la ciudad y la del universo trianguladas en la misma constelación.

El mapa infinito de Tatiana Trouvé
El universo de Tatiana Trouvé (Cosenza, 1968) se despliega a partir de esta primera obra, que ya enuncia al menos su funcionamiento. Esta vendría a ser como un acordeón que conecta espacios y experiencias, tiempos geológicos con el presente más acuciante y con visiones alucinadas y distópicas de un porvenir amenazante, con objetos que aparecen en un lugar y un contexto y reaparecen en otro recreados en material distinto. Caroline Bourgeois y James Lingwood, comisarios junto a la propia artista, lo definen como “el mapa de un vagabundeo compartido, sin origen ni fin, por un ecosistema completamente abierto” que resulta siempre reconocible.

Habíamos atisbado estos mundos en la frecuente aparición de la artista en anteriores exhibiciones venecianas de la Fundación Pinault, o en El gran atlas de la desorientación, la muestra que le dedicó el Pompidou en París tres años atrás. Esta es, sin embargo, su mayor exposición hasta la fecha, la que la consagra definitivamente como una de las voces que determinan la escena contemporánea. No se trata de agrupar sin más su obra, sino de activarla haciéndola resonar con otras concebidas expresamente para la ocasión y dialogar con el propio palacio —un crítico tan influyente como Aaron Betsky, que no ha ahorrado entusiasmos hacia ella, dice, algo exageradamente, que lo deconstruye—, con la ciudad y con la experiencia del público.

Las esculturas de Tatiana suelen ser ensamblajes de elementos que recoge en sus viajes o en París —donde está establecida— y acumula pacientemente en su estudio. A veces los reúne en secuencias aparentemente arbitrarias, como en sus Notes on Sculpture, que aíslan fragmentos casualmente segregados del almacén; a veces los apila sobre sillas, como en The Guardians, reconvertidas en enigmáticos vigilantes de sala en la exposición. Pero estos no suelen mostrarse por sí mismos —salvo los zapatos recurrentes, signos del viaje y de la presencia humana, siempre elíptica—, sino vaciados en bronce, yeso o silicona; o recreados en mármol con extraordinaria precisión, pero enseñando su veta y su condición material, como los almohadones y los libros. Su apariencia povera y posminimalista cobra así, a través de estas metamorfosis, un insospechado refinamiento cuando se las contempla de cerca.

También plantea microarquitecturas como las Capanne, pequeños refugios realizados con planos de cartón —en realidad, fundidos en aluminio— que evocan escenarios apocalípticos propios de una novela de Cormac McCarthy. Otras ocasiones —como en L’appuntamento— altera la percepción de la estancia mediante pantallas de cristal y espejos que originan un fascinante pliegue espacial. Los motivos y procedimientos de estas obras tridimensionales, desplegadas en la primera planta, pueden rastrearse en los intrincados dibujos de gran formato reunidos en el segundo nivel, que no son solo la génesis plana de su universo tridimensional —que también—, sino otro de sus posibles desarrollos: otra flexión más del acordeón.

El mundo de Trouvé son fragmentos de una representación global a escala 1:1, como aquel mapa del que habla un célebre cuento de Borges. Pero es uno semejante a las cartas de navegación elaboradas por los indígenas de algunas islas de la Micronesia, con palillos de madera formando diagramas reticulares que se agrupan en función de las alteraciones y la dirección de las corrientes marinas. Como ha escrito Neville Wakefield en el catálogo, la exposición es “un metamapa, una cartografía de la idea misma de mapear que incluye la posibilidad de perderse”.

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