A lo largo de mi vida ha habido muchos diseños que me han influido, pero sin duda la silla Karuselli del finés Yrjô Kukkapuro es la que más me ha marcado. Me encanta sentarme en ella cuando estoy trabajando, o relajado con un cigarro y una copa de brandy. De hecho, salvo cuando estoy de viaje, no recuerdo ni un solo día en que no la haya usado desde que la tengo, allá por los sesenta. Y he de decir que tengo cuatro. Una en Londres y tres en mi casa de campo.
La Karusselli es ante todo un clásico. Y para mí un clásico ha de tener un componente mágico que lo eleva a otro estadio. Es algo difícil de definir, pero lo sabes enseguida cuando lo ves. Un diseño hecho con buenos materiales, original, con esa calidad que le aporta atemporalidad, pero, sobre todo, con ese ingrediente estético indefinible que la Karusselli posee. Por algo la encontramos en la colección de los museos más importantes, incluido el MoMA de Nueva York y el Museo del Diseño en Londres. Sin olvidar que fue nominada como la silla más cómoda del mundo por el New York Times en 1974.
Se dice que a Kukkapuro se le ocurrió la forma después de caerse en una montaña de nieve y quedarse dormido un día que iba hasta arriba de vodka. La versión políticamente correcta cuenta, sin embargo, que tuvo la idea mientras jugaba en la nieve con su hija. Borracho o buen padre, lo cierto es que la nieve fue la fuente de inspiración.
Para darle forma, se empleó una carcasa de acero reforzada con fibra de vidrio y un acolchado de cuero lujoso. El trazo de la cubierta es lo suficientemente orgánico, mientras que la mecedora, que gira y se balancea, permite el cambio de postura sin mover el cuerpo. Estéticamente alcanza una funcionalidad que impone.
Y esa es la estética de las piezas clásicas. Las que se ven y se sienten mejor con el tiempo, las que ganan con los años una pátina agradable de alegría. Porque los mejores diseños no van y vienen según las modas. Los mejores diseños, como la Karuselli, están fuera del tiempo.