El buen diseño es algo que trasciende la experiencia estética para enfrentarse a los problemas del día a día, cuestionar las bases en las que se apoyan nuestras creencias y reconstruir lo que ya había en forma de solución. Un diseñador es básicamente una persona que resuelve problemas, por lo que el diseño abarcará siempre tantas disciplinas como conflictos, y así llegamos a lo que hoy en día llamamos Food Design.
En un momento en el que el mundo parece dividirse en dos bandos, los obesos y los que no tiene qué comer, artistas y diseñadores se han puesto a reflexionar no sólo sobre qué comemos o de dónde viene, sino cuál es nuestra relación con la comida.
La holandesa Marije Vogelzang se centra en el proceso de comer y nos lanza preguntas como ¿por qué damos dulces como premios a los niños pequeños? Claramente esto determina nuestra relación con el azúcar una vez adultos y, no sería descabellado pensar que ese es el origen de esos famosos atracones de chocolate o helado como consolación cuando las cosas no salen como nos hubiera gustado. En otro de sus proyectos, mujeres gitanas cuentan la historia de sus vidas a sus comensales mientras les dan de comer para romper estereotipos y acercar una cultura estigmatizada.
Katja Gruijters se plantea qué tiene un impacto real en el food design, cómo los diseños alteran la cantidad de desperdicios y si los diseñadores pueden contribuir de forma relevante en ese “cambio” tan necesario como abstracto del que oímos hablar cada vez más.
Desde Francia Isabel Majou centra parte de su trabajo en evitar el desperdicio de comida. Formada en diseño industrial, basa sus investigaciones en observar los hábitos de la gente para mejorar los elementos que utiliza en su día a día, y así nos propone una degustación de los sabores de un país durante el vuelo para ir acercándonos a la gastronomía en la que nos encontraremos inmersos que pocas horas. De esta manera nos presenta un primer contacto, teniendo en cuenta todo lo que la comida local dice de una cultura, su clima, paisaje… aportando un conocimiento que supere lo superficial y reduzca el choque cultural inevitable tras el aterrizaje.
Kristiane Kegelmann aborda la escultura desde la repostería (o al revés) con la intención de crear piezas que cambien en la medida en que son comidas poco a poco… Obras artísticas en mutación constante que requieren la participación del público/comensal para ser completadas y que cobren un sentido total. Cuando algo es comestible siempre hará falta alguien que se lo coma, por lo que podemos decir que estamos ante piezas interactivas.
En occidente estamos al borde de conseguir desvincular los alimentos de su origen natural. Los hemos convertido en productos de consumo tratados y empaquetados como tales (sandías de marca ¿hola?). La leyes de las tendencias afirman que cuando llegamos a un extremo resurge el opuesto, que en este caso se traduce en la fiebre bio: el producto local y orgánico, la trazabilidad, los huertos en los balcones como medidas desesperadas ya no sólo para comer mejor, sino para recuperar esa conexión con la producción de lo comemos. Otra pista que nos ayuda a entender estos cambios: nuestro día a día, cada más dominado por la tecnología y las máquinas, hace que tengamos la necesidad, por oposición, de un ocio cada vez más sensitivo y pocas experiencias hay más sensitivas que cocinar y comer.
En España Martí Guixé utiliza la comida como medio en algunos de sus trabajos y nos plantea en su Proyecto “Sponsored Food” si en algún momento las marcas patrocinarán nuestra alimentación en forma del logos comestibles ¿Estamos ante una posible solución al hambre en el mundo? También nos trae sus “Techno Tapas”, bocados comestibles mientras tecleamos frenéticamente ante nuestras pantallas. ¿Qué aportan? Nos permiten comer sin parar y sin manchar el teclado.
Ante semejante panorama, el food/eating design tiene mucho camino por delante. Las grandes escuelas de diseño europeas como Milán o Eindhoven ya incluyen cursos sobre el tema entre su oferta formativa, pero sospechamos que esto sólo acaba de empezar.