La arquitectura de Ricardo Bofill en la región parisina marcó más que una época: configuró un imaginario urbano que sigue siendo motivo de análisis, controversia y fascinación. El arquitecto catalán desplegó en la capital francesa un conjunto de obras monumentales que sintetizan clasicismo, teatralidad y una visión profundamente ideológica de la vivienda pública. Entre las más emblemáticas figuran cuatro intervenciones donde el lenguaje posmoderno de Bofill se expresó con mayor radicalidad.
Las ficciones urbanas de Ricardo Bofill
En los márgenes de París, donde el esplendor haussmaniano se diluye en la geografía fragmentada del extrarradio, Bofill halló un escenario propicio para proyectar sus ficciones urbanas. Entre finales de los setenta y principios de los noventa, el arquitecto catalán desarrolló en la región una serie de conjuntos monumentales que desafiaban el racionalismo moderno con una teatralidad deliberada y una voluntad simbólica inusual. Su arquitectura, entre clasicismo reinventado y brutalismo prefabricado, iba más allá de lo funcional: buscaba construir y materializar un manifiesto estético, político y social.

Convertido en protagonista de ese urbanismo ambicioso, Bofill transformó la banlieue en laboratorio de una utopía concreta. Columnas, arcos, escalinatas y geometrías rotundas componen espacios que aún hoy provocan reacciones encontradas. Algunas celebradas y otras vilipendiadas, estas obras fueron, más allá de la apariencia, intentos de responder desde el proyecto arquitectónico a cuestiones esenciales sobre la vivienda social, la memoria histórica y el papel de lo erigido en la formación de una ciudadanía activa.

Arquitectura social o palacios para el pueblo
El más célebre y radical de estos experimentos es Les Espaces d’Abraxas (1978–1983, Noisy-le-Grand), que ocupa un lugar singular en el pensamiento colectivo. No solo por su aparición en películas distópicas como Brazil o Los juegos del hambre, sino porque condensa, en un solo gesto, la aspiración utópica de Bofill: transformar la vivienda social en arquitectura heroica. Inspirado por la Roma imperial y la utopía socialista, Abraxas se alza como un complejo cargado de dramatismo. La composición axial, los pórticos descomunales y las proporciones grandiosas pretenden devolver dignidad constructiva a la vivienda social, aunque su dimensión ha sido criticada por su potencial efecto alienante. Aun así, sigue siendo un experimento revolucionario sobre cómo la disciplina puede condicionar el imaginario político y cultural.

Una lectura menos extrema, pero igual de ambiciosa, puede verse en Les Colonnes de Saint-Christophe (1980–1986, Cergy-Pontoise). Articulado en torno a una plaza semicircular, está flanqueado por un edificio en forma de herradura y dos bloques perpendiculares que remiten a la arquitectura georgiana y a la tradición de la cité-jardin. Pese a su escala, la disposición aspira a crear un área comunal, una suerte de ágora donde la cotidianidad y la arquitectura conviven con naturalidad. Por último, Les Échelles du Baroque (1985–1987), en Montparnasse, traslada esa misma teatralidad a un tamaño más íntimo y doméstico en el centro de París. Con patios curvos, fuentes, jardines y escaleras en espiral, introduce el lenguaje barroco en clave popular. Frente a la contundencia de Abraxas o Les Colonnes, aquí el recurso escénico se suaviza y se integra mejor en el tejido metropolitano. Es un Bofill menos enfático, más atento al contexto, que afina su visión sin renunciar a la aspiración del proyecto.

El Versalles proletario
En una etapa anterior, entre 1975 y 1981, Bofill ya había dado forma a Les Arcades du Lac, en Saint-Quentin-en-Yvelines, que la crítica bautizó como “el Versalles del pueblo”. A diferencia de Abraxas, el planteamiento aquí es más refinado y sutil. El recinto abraza un lago artificial, y sus arcadas recuerdan tanto a palacios italianos como a infraestructuras romanas. La magnificencia está presente, sí, pero filtrada por la serenidad.

La estructura más reconocible es Le Viaduc: una pasarela elevada que conecta bloques sobre el lago como si de un acueducto se tratara. Justo detrás, en tierra firme, Le Temple se despliega como una urbanización que sigue la misma lógica formal de volúmenes, puentes y simetrías. El lenguaje de Bofill en este ejercicio se vuelve más sobrio; centrado en la habitabilidad sin perder su austeridad ni su clara vocación compositiva.

Con esa tendencia de arquitecturas concebidas para impresionar en pantallas y brillar en redes sociales, las obras de Bofill en París —si bien no fueron diseñadas para la cámara— han sido filmadas y fotografiadas hasta la saciedad. Han envejecido con una extraña dignidad y hoy vuelven a mirarse con una atención entre la curiosidad crítica y la fascinación estética. Más que edificios, son escenarios de una ciudad que no llegó a materializarse, pero que aún intriga por la osadía de su utopía colosal.
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