El arquitecto francés Rudy Ricciotti lleva décadas rompiendo esquemas. Parece como si al realizar una de sus primeras obras, el Museo Jean Cocteau, se hubiese impregnado hasta los huesos de la máxima del escritor: “Hay que hacer hoy lo que todo el mundo hará mañana”. Así, rechaza las dictaduras de la modernidad y se sumerge en una exploración personal para revelarnos la etérea levedad del hormigón que veremos en el futuro.
Es fácil escribir sobre Rudy Ricciotti, el personaje. Alguien sobre el que Laetitia Masson hizo un documental titulado El orquidoclasta, que en griego clásico podría ser algo así como “el toca-cojones” –de la arquitectura, dirá él–. Multifacético, escritor y, sobre todo, agitador polémico. Como Passolini, Fernando Arrabal o Fabio McNamara, disfruta emplazando bombas en una de cada dos frases que pronuncia. Sus palabras son engullidas con placer por periodistas oportunistas que fabrican con ellas sus jugosos titulares. Sus opiniones son sin duda contundentes, afiladas, insobornables y controvertidas. Propias de lo que muchos franceses reconocen como el carácter del sureste del país: brutal, exagerado, provocador; a veces, hasta vulgar.
Por eso, resulta a menudo difícil escribir sobre su arquitectura. Cuesta separar al creador de su obra e interpretar esta tan solo por sus virtudes y defectos. Hacer oídos sordos al ruido que él mismo provoca, y que los ecos mediáticos deforman hasta impedirnos ver lo que tenemos delante. Nosotros lo hemos intentado después de mantener una charla con él. Algo nos dice que, al final, hemos caído rendidos a la capacidad poética de sus obras, pero también a la de sus palabras.
El arquitecto manierista
Una de las primeras cosas que nos espeta, incluso antes de formular ninguna pregunta, es que él se considera un arquitecto manierista. Que los arquitectos odian esa expresión por incultos, que la relacionan con un “estilismo mariquita”. Sin embargo, etimológicamente, manierismo viene de la palabra italiana maniera, empleada en el siglo XVI por autores como Giorgio Vasari para expresar una marcada personalidad artística.
En contraposición con el orden, la proporción, el equilibrio y la belleza del Renacimiento, buscaban generar un efecto de alto calado emocional. Como sentimos al contemplar el Éxtasis de Santa Teresa de Bernini. Ricciotti describe su manierismo como la búsqueda del límite de lo posible, tomando una posición rayana en el peligro máximo. Algo que encontramos, por ejemplo, en las filigranas de hormigón que recubren fachadas y cubiertas de varios de sus proyectos. Con una tecnología avanzadísima y una imagen contemporánea, parecen un cruce entre el encaje de bolillos de Almagro y el rizoma de Deleuze. Para conseguirlas, emplea sofisticadas técnicas de encofrado que le dan un acabado sensual y táctil.
El sueño construido
Las espectaculares realizaciones de Ricciotti podrían hacernos pensar en un arquitecto-estrella internacional. Sin embargo, él prefiere definirse como arquitecto local, atento a lo que ocurre en sus inmediaciones. Nacido en Argelia y formado en Marsella, no construye apenas fuera de Francia, y el Mediterráneo es su hábitat natural, que considera un desgarramiento mental y emocional: una falla que no cicatriza jamás. No le falta razón cuando cree firmemente que ha cumplido su contrato con el horizonte mediterráneo al completar una de sus creaciones más celebradas: el MuCEM. Un edificio que aborda la violencia oculta del lugar, implantándose en el paisaje mineral y polvoriento de Marsella.
Encontramos en él un ejemplo tanto de su pensamiento como de su modus operandi, aunque Ricciotti rechaza el carácter de manifiesto de esta obra. Él prefiere referirse a ella como un acto de resistencia a la colonización de las mitologías constructivas del norte de Europa. Por ello concibe suelos técnicos como glorias romanas, evitando falsos techos “anglosajones”. Que detesta, por supuesto, por falsos y por emplear paneles de cartón-yeso y perfilería de aluminio, un material del que la mitad del consumido en el mundo es extraído y producido en China. Así, al relocalizar localmente los procesos constructivos, pone en marcha lo que él mismo denomina una herramienta de redistribución de riqueza y reducción de la huella ecológica.
Esta actitud le lleva a ejecutar el espectacular Memorial del campo de concentración de Rivesaltes con una asombrosa precisión conceptual y material. Un lugar que ha albergado desde españoles tras la Guerra Civil, hasta harkis repatriados de Argelia en los años setenta, pasando por judíos y gitanos que hacían un alto en el camino hacia Auschwitz. En él, rechaza emplear tanto la espectacularidad brillante como la transparencia. La primera, por pudor frente al contexto histórico; la segunda, por representar tan solo ilusoriamente una supuesta imagen de democracia. De manera que decide expresar la gravedad de su arquitectura haciéndola desaparecer. Tan solo los restos de los viejos barracones se recortan en el horizonte. Prefiere enterrar un ingente monolito de 260 metros de largo, dejando sus muros de hormigón ciego enfrentados a una suerte de trincheras abiertas. El interior, salpicado por patios que introducen luz cenital, es franco y austero, pero acogedor para albergar las funciones didácticas del memorial.
Material (im)portante
Ricciotti decide personalmente las publicaciones con las que colabora. Muestra especial agrado al hablar con un medio español, consciente de la profunda tradición y cultura del hormigón que hay tanto en nuestro país, como en Italia o Portugal. Se trata, sin duda, de su material constructivo fetiche, que le transporta a la mitología de la compresión pura. No es extraño que comenzase a ensayarse su capacidad expresiva en Francia, con Perret y Le Corbusier. Ricciotti lo lleva al paroxismo a través de un creativo trabajo de investigación mano a mano con su propio hijo, el ingeniero Romain Ricciotti. Solo alguien que compartiese esta pasión por llevar las estructuras al límite de lo posible –de nuevo el manierismo– puede acompañarle en este proceso. Juntos diseñarán las eficaces, económicas y ligerísimas pasarelas de hormigón postensado del Pont du Diable o del MuCEM. Esa que un crítico de arquitectura comparó con la verga de un asno. En feliz erección, diría el arquitecto. En compresión pura, añadiría el ingeniero.
El mismo tándem se ocupa del diseño y cálculo de la fachada de la nueva sede de Chanel, o de los pilares de la Escuela Internacional ITER. No duda en describir estos últimos como músculos de un atleta africano: fibrosos, sensuales, poderosos; todo materia portante en su máximo esplendor. Esta idea de dejar que la estructura de un edificio sea la que configure las cualidades espaciales del conjunto no es nueva. El gótico lo hacía ya. Otros arquitectos contemporáneos también lo hacen, como Eladio Dieste con sus sensuales muros alabeados, o AMID.Cero9 en el Palacio del Cerezo en Flor del Valle del Jerte. Como todos ellos, Ricciotti cree firmemente en la capacidad de emocionar de los elementos portantes.
Muchos arquitectos internacionales parecen utilizar los mismos lenguajes plásticos. Él mismo nos reconoce haber perdido concursos frente a otros que también presentaban proezas en hormigón. Aparentemente, al menos. Porque a posteriori se descubría a menudo que no lo trataban como elemento portante, sino que simplemente imitaban su imagen. Y eso sí que no. El hormigón tiene que cargar. Tiene que ser real. Comunicar la gravedad, lo mineral, la tierra.
Dice mucho de su visión de la profesión el título de uno de sus libros: La arquitectura es un campo de batalla. O cuando afirma que el sistema de trabajo de su estudio es el de un “comando libertario”. Con sus colaboradores comparte complicidades de combate para defender su enraizamiento local y un arraigo a sistemas constructivos endémicos. Todo esto, por supuesto, sin que ninguno se considere un artista. Y es que según Ricciotti, para realizar arquitectura hace falta más entusiasmo que inteligencia. Mantiene que el razonamiento sigue a la energía, y no al revés. Y hay que avanzar sin tregua. Llevando cada idea al límite. Dibujando a menudo proyectos que —aún— no sabe cómo construir. Experimentando con ideas que muchos otros rechazarían rápidamente por irrealizables. Pero no él, que basa su forma de trabajar en la cultura del desafío. Como en una corrida de toros, de las que suele hablar con frecuencia. Nosotros, rendidos ante el maestro, ya hemos sacado el pañuelo para pedir la oreja.