Costa Nova do Prado, una playa atlántica en Portugal, es conocida por sus palheiros, construcciones que originalmente funcionaban como almacenes vinculados a la actividad pesquera. Con el paso del tiempo, estas estructuras evolucionaron hasta convertirse en casas vacacionales de madera, decoradas con franjas de colores vivos, y se consolidaron como uno de los símbolos más reconocibles del lugar.
Sin embargo, esta imagen tan característica tiende a eclipsar la existencia de otra tipología tradicional menos visible, aunque igualmente enraizada en la arquitectura vernácula de la región. Se trata de construcciones situadas a medio camino entre el palheiro y la casa gandareza —una vivienda rural propia de la zona—. Estas casas, pensadas como residencias de verano, suelen estar construidas en adobe (ladrillos de arena que a veces contienen pequeñas conchas marinas). Presentan tipologías comunes, con fachadas lisas y alineadas, adornadas con elementos decorativos sencillos. En su diseño, los tejados y aleros desempeñan un papel protagonista, aportando carácter sin recurrir a ornamentos excesivos.

En este contexto se enmarca una intervención singular: la recuperación de una ruina heredada por los nietos de una familia local, quienes, como testigos del devenir del lugar, decidieron convertirla en su vivienda permanente. La casa se ubica en una esquina de la Rua do Meio, una calle situada entre la ría y el mar. Aunque el agua no se ve directamente desde allí, su presencia se percibe, se intuye en el ambiente.
El volumen edificado responde con claridad al trazado urbano. La casa presenta cuatro fachadas, un tejado a cuatro aguas y cuatro buhardillas que interrumpen la cubierta. Estos elementos aportan complejidad formal al conjunto, reforzada por un juego de simetrías y equivalencias que confieren equilibrio y carácter al proyecto. Dos de las fachadas —las orientadas al oeste y al norte— se abren al espacio público, mientras que las del este y sur se orientan hacia callejones, una característica urbana habitual en la zona. El callejón del este se comparte con otras viviendas y sirve como acceso común, mientras que el del sur constituye el único espacio exterior privado de la casa: un pasillo de apenas 1,5 metros de ancho que ofrece cierta intimidad.


El acceso a la vivienda se realiza directamente desde la calle. Para ello, se diseñó un pequeño vestíbulo interior que actúa como filtro entre el exterior y la zona de estar, retrasando el ingreso al salón y organizando el recorrido hacia las áreas de comedor y cocina. Esta última también se conecta directamente con la calle, reforzando la relación entre la vivienda y su entorno inmediato.
También en la planta baja, una suite con baño ocupa todo el ancho de la casa y se beneficia de la relación directa con el espacio exterior. Bajo la escalera se han ubicado dos espacios de uso cotidiano pero presencia mínima: un pequeño aseo y un área técnica/lavandería con acceso independiente desde el exterior, lo que facilita su uso funcional sin interferir en la vida doméstica principal.

En el altillo, dos dormitorios y un baño aprovechan las distintas secciones del tejado, destacadas por vigas de madera vistas que estructuran el espacio y le otorgan calidez. Todas las estancias cuentan con una ventana de buhardilla, cada una orientada hacia un cuadrante distinto, reforzando la relación equilibrada entre interior y entorno.


Los exteriores de la vivienda fueron en gran parte preservados, respetando elementos originales que definen su identidad: los detalles geométricos decorativos que enmarcan las aberturas, los muros de adobe, las ventanas correderas de madera, la cubierta de tejas y los aleros. La restauración mantuvo la paleta cromática original, con paredes blancas, molduras amarillas y carpinterías de madera lacadas en verde, reforzando así el vínculo visual y emocional con la casa original.

Sin embargo, durante el proceso de obra, los materiales comenzaron a manifestarse con mayor claridad. El adobe y la madera, en particular, adquirieron un protagonismo inesperado, lo que llevó a decidir que lo más acertado era dejarlos a la vista. Se optó entonces por una cierta crudeza material, sintetizada en el color terroso que finalmente adoptó la casa, haciéndola, al mismo tiempo, más abstracta en su forma y más concreta en su relación con el lugar.




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