Ya fuera como conservante o como condimento, la historia del ser humano es también la historia de la sal. No hay día desde entonces que no hayamos usado el cloruro sódico. Y, sin embargo, qué poca importancia estética le hemos dado, qué pocas las loas a su belleza desde el mundo artístico. Motoi Yamamoto desestima esa idea y emplea este regalo natural como pincel, como lienzo, como inspiración.
Varios años después de su nacimiento en Onomichi (Hiroshima) , Motoi Yamamoto tuvo que pensar en la muerte, ya que su hermana había fallecido de un tumor cerebral a los 24 años y no conseguía explicarse su nueva realidad.

Esto le llevó a Motoi Yamamoto, en los años 90, a buscar refugio en las costumbres funerarias y, a la vez, dedicarse a estudiar los rituales de purificación de Japón. La sal —en su día un preciado recurso y hoy una barata necesidad— mantiene en el país nipón cierta aura mística, como un elogio vital que acabó por cautivarle para que cualquier grano de sal ya fuera, eviternamente, el centro de toda su obra.


Para qué pintar con sal
Por “su sutil transparencia y su simbolismo (…) La sal parece poseer una estrecha relación con la vida humana, una que va más allá del tiempo y el espacio. Con los años llegué a la conclusión de que la sal que uso pudo haber sido en el pasado de alguna criatura viviente, una memoria de vidas”, explica el autor, que con su material de trabajo ha esculpido desde enormes monolitos salinos o generado enigmáticos paisajes —él los llama “laberintos”— con los que resolver los misterios de la muerte. De hecho, una de sus piezas más conocidas la tituló así, Labyrinth, que bajo el lema “Continue drawing so I won’t forget” se expuso en la Kunst-Station Sankt Peter de Colonia, Alemania.
Y todo, además, para volver a la nada. Cuando termina una exposición, su creación desaparece, la destruye, lo que para él es “una de las partes más importantes” de su labor. Desmantelarlo y devolverle al mar lo que es suyo. Tan crucial es para Yamamoto ese momento, tan espiritual, que hace partícipes a los visitantes. “Me emociona ver a la gente barriendo la sal y arrojándola al océano. Me hace feliz la felicidad de los otros cuando miro su alegría al hacerlo”. Es lo que ocurrió con la escalera sin destino alguno de Utsusemi o los entrelazados imposiblemente enraizados de su saga llamada Forest, donde conviven lo que él denomina rascacielos con la suavidad de una roca recién caída en la arena salina.

El cloruro sódico de Motoi Yamamoto
Lo que está claro, eso sí, es que antes de utilizar la sal Yamamoto lo tiene todo preparado. Lo primero es un pequeño boceto de lo que quiere hacer, el cual se lleva consigo al sitio donde hará la instalación. Allí modifica lo que considera que se ajusta más al lugar. A la hora de ponerse a dibujar, la experiencia es un grado: vierte directamente la sal, “como si fuera pintura”, guiándose por el diseño previo. Lo que resta es la paciencia de un orfebre salino. La mejor muestra, quizá, sus caídos pétalos de cerezo en el Sakura Shibefuru que hizo para el Setouchi City Art Museum.


Quedan, luego, unas obras que parecen llevar años allí sedimentándose, un memorándum de edades e instantes imposibles de expresar con otra lengua. “La idea de no volver a ver a una persona, aunque lo desee con todas mis fuerzas, me ha conducido a querer ver algo que no puede ser archivado o registrado”. Y es que al final del laberinto habrá alguien que comparta también su historia de la sal.
Ecos del trabajo de Yamamoto pueden ser fácilmente rastreables en el de una compatriota: Chiharu Shiota y sus inmersivos naufragios de hilos rojos.
En 1960, en Onomichi una localidad que se encuentra a unos 80 kilómetros de la ciudad de Hiroshima, al sur de Japón.
Dado que destruye sus trabajos, la obra de Yamamoto ha de verse en el momento. Hoy por hoy, su última instalación, acabada el pasado 30 de enero, se encontraba en la Galleria Ponte de Kanazawa. La próxima: un proyecto de arte mural, titulado 2045 Nine Hopes, tendrá lugar del del 27 de marzo al 2 de abril de 2022 en la Torre Orizuru de Hiroshima.