A través de la monumentalidad de sus esculturas y la diversidad de formatos que adoptan sus proyectos, el artista chino Liu Wei ha conseguido alzarse como uno de los creadores asiáticos más representativos de su generación. En su obra aborda la incertidumbre de la vida cotidiana, interrogándonos como espectadores sobre el poder del ser humano en un mundo como el actual: hipermoderno y brutalmente cosmopolita.
Arte contemporáneo para una mirada apocalíptica
La maqueta de una ciudad medio derruida. Un paisaje apocalíptico que parece salido de un capítulo de The Walking Dead. Los restos de una civilización aniquilada a mordiscos. Cuando el espectador se acerca a Love It! Bite It! (2005) —una de las obras más conocidas del artista chino Liu Wei (Pekín, 1972)—, pasea la mirada por los fragmentos de algo que podría ser una metrópolis, pero cuyo material le parece extraño y al mismo tiempo cotidiano. Pronto se da cuenta de que todos esos edificios, réplicas a menor escala del Capitolio de Washington, el Coliseo de Roma o el Museo Guggenheim de Nueva York están hechos del ingrediente con el que se fabrican los huesos comestibles para perros. Ámalo y muérdelo, nos dice el título de la pieza. Vamos entonces a hincarle el diente.
Liu Wei. Del realismo cínico a una mirada british
Desde finales de los 90, el avance y desarrollo cultural y artístico de China dentro y fuera de sus fronteras se ha vuelto imparable. Si bien los creadores de la década anterior —lo que se llamó realismo cínico— aún querían rendir cuentas con el pasado y afrontar con irreverencia, ironía y crítica la herencia política del realismo socialista, los que ya nacieron en los años 70 —y comenzaron a desarrollar sus trabajos en los 90—, no estaban interesados en ese pasado traumático reciente.
La transformación urbanística de las grandes ciudades chinas potenció el despertaar creativo de Liu Wei, como se aprecia en la dimensión de sus creaciones.
El caso de Liu Wei es una evidente consecuencia de este nuevo posicionamiento. Se licenció en 1996 en la China Academy of Art (Hangzhou) y, como les sucedió a muchos compañeros de generación, se vio sacudido por el boom y la mediática explosión internacional de Sensation (1997): la exposición de los Young British Artists en la Royal Academy of Arts de Londres. Lo que fue definitivo a la hora de adoptar referentes contemporáneos en el ya globalizado mundo del arte.
En aquel momento todos querían ser Tracey Emin, Sarah Lucas, Damien Hirst o los hermanos Chapman. Y como Wei ha dejado claro en algunas entrevistas, estos nombres despertaron en él su verdadera vocación. Su influencia le llevó a abandonar cierto tipo de pintura y a experimentar con otras disciplinas, técnicas y formatos hasta llegar a la profusión de registros en los que el artista se mueve en la actualidad. De la escultura a la instalación, del arte al objeto de consumo, del museo a las colaboraciones con las grandes marcas del lujo.
El despegue económico y el fervor consumista de China sirvieron a Wei para plantearse qué hacer con todos esos excedentes de la producción. Es aquí cuando comienza a realizar ensamblajes con electrodomésticos, restos de madera y otros desechos que formalmente remiten al orden compositivo de la modernidad, pero que en el fondo no son más que esa basura ordenada que nos identifica. Como cantaban Suede, somos basura y eso está en todo lo que hacemos.
La solidez material de propuestas com Density (2003) funciona omo un trampantojo de la realidad que trransmite incertidumbre, crisis y agitación.
Post-Sense Sensibility: la bandera del movimiento underground
Pero si ha habido algo en lo que verdaderamente se ha visto reflejada la evolución de China, ha sido en la transformación urbanística de sus grandes ciudades. Cambios que potenciaron aún más el despertar creativo de Liu Wei y que siguen apareciendo no solo en la dimensión de sus creaciones, sino en las referencias para sus obras, que casi parecen paisajes geométricos vistos tras una persiana veneciana.
Miembro del movimiento underground denominado Post-Sense Sensibility (1999) —cuyo nombre procede de la exhibición comisariada en 1999 por Qiu Zhijie y Wu Meichun—, Liu Wei ha sabido introducir su trabajo en los grandes circuitos del arte, colaborando con galerías relevantes como White Cube o Lehmann Maupin, y participando en importantes eventos como la Bienal de Venecia del 2019. La edición de ese año llevaba por título May You Live in Interesting Times, frase de invención inglesa que durante mucho tiempo se ha citado erróneamente como una antigua maldición china que invoca periodos de incertidumbre, crisis y agitación.
Y eso es lo que en muchos casos provocan sus proyectos. La solidez material de propuestas como Density (2013) —que en un primer vistazo nos traslada al minimalismo de los 70 y a un elemento que podríamos relacionar con el hormigón— funciona como un trampantojo de la realidad. El conjunto —compuesto por piezas que pesan entre 400 y casi 1500 kilos— está hecho de libros que han sido encolados, comprimidos y luego cortados, quedando los bordes de las páginas aún visibles en algunas de las superficies.
La suavidad del papel contrasta con la solidez de las esculturas, de la misma manera que las tonalidades —gris cálido, beige suave o blanco— recuerdan a piedras. Todo esto sin olvidar que hay un matiz biográfico o generacional en ellas, pues remiten a las figuras que los estudiantes de arte chinos se veían obligados a dibujar a lápiz y carboncillo al comienzo de su formación.
Liu Wei. The last of us
Pero como en casi todo el porfolio de Liu Wei, hay algo oculto y oscuro que desmantela el aire pulcro de sus instalaciones. Los libros que utiliza no deben interpretarse aquí —según sus propias palabras— como símbolos del conocimiento, sino como componentes que generan una cierta sensación de vacío, ya que todo aquello que estaba escrito se encuentra en el interior y fuera no queda nada, solo superficies más o menos grisáceas sobre las que proyectar nuestras ideas.
En estos escenarios carentes de personas es donde Liu Wei mejor se maneja. Así lo hemos podido ver en algunas de sus recientes exposiciones individuales como Invisible Cities (Moca, Cleveland) o sàn châng/OVER (Long Museum, Shanghái), ambas en 2020. El título de Invisible Cities es un homenaje a Las ciudades invisibles de Italo Calvino. Además de piezas iniciáticas como Love It! Bite It! (2005) y otra serie de esculturas y escenografías biomorfas, en esta muestra presentaba una colección de pinturas denominadas Panorama que evocan las cuadrículas y geometrías del espacio urbano y cuyas tramas de color nunca dejan ver con claridad, sino que casi velan y opacan el exterior de esos cuadros-ventana.
Según el diccionario chino, sàn châng/OVER es ese vacío que ocurre en los teatros y cines cuando el público es desalojado y solo queda la sala desnuda sin ninguna figura humana. Con este concepto como referencia, Liu Wei daba a conocer instalaciones que se ubican entre un paralaje temporal futuro y un presente cuyas huellas podrían estar grabadas en el interior de una cueva prehistórica.
En ambas exhibiciones, la desnudez y el vacío marcan esos microcosmos futuristas definidos por cierta materia oscura (Dark Matter, 2008) y, al mismo tiempo, por una renovación del clasicismo y la modernidad que casi parece enfrentarnos a la imagen de un nuevo Laocoonte de aluminio galvanizado y pintura para coches (Dimension, 2021), como la representación distópica de un paisaje sin personas, muy cercano a ese que vivimos durante la pandemia de la COVID-19.
Liu Wei nos invita a pensar sobre la naturaleza real de nuestro mundo más allá de edificaciones, expansiones urbanísticas y objetos de lujo, igual a los que el propio artista ha diseñado para marcas como Hennessy o Roger Dubuis. Como él mismo se cuestiona en el texto de Nuditá (2022) —su última muestra realizada para la galería White Cube en Bermondsey—, “una sociedad sin cuerpos físicos, ¿perdería los cimientos del amor? ¿Seguiría siendo posible confiar los unos en los otros sin reunirnos físicamente?”. En un momento de violencia como el actual y ante la escalada de zoomificación en las relaciones humanas, finalmente la pregunta podría ser aquella que ya nos lanzaba Barthes en 1977: ¿Cómo vivir juntos?