Poco antes de llegar al centro urbano de Maku —en el extremo noroeste de Irán—, entre la carretera de acceso, las montañas y los jardines de nogales, cerezos y albaricoques a lo largo del río Zangmar, aparece la Gray Villa. Es este un lugar privilegiado que al norte mira a las escarpadas cumbres de la región y al sur, a la planicie que se extiende como una alfombra.
“La historia de esta villa se inició con su localización”, explican desde White Cube Atelier —el estudio formado por Reza Asadzadeh y Shabnam Khalilpour, ambos originarios de la propia Maku— que recibieron el encargo de “crear un edificio distintivo como un monumento a la entrada de la ciudad”.
En la búsqueda de una relación próxima con su entorno natural, la piedra basáltica —material vernáculo— fue la elegida para vestir esta residencia de color gris. Para ejercer la mínima influencia posible sobre el jardín existente, la vivienda se asienta en una base de 4×5 metros en su planta baja semisoterrada. Sobre esta, los siguientes niveles —al primero se accede desde el exterior mediante dos escaleras metálicas ligeras— amplían su área mediante voladizos de 2 metros en todas las direcciones, generando espacios aterrazados, acogiendo las áreas húmedas o sosteniendo la escalera interior que conecta las dos estancias principales. En cubierta, la azotea funciona como una gran superficie de observación panorámica.
Pero si algo llama la atención de la Gray Villa es su dimensión escultural. En su proceso de diseño, White Cube Atelier habla de las acciones de “adición y extracción de volúmenes para monumentalizar la forma”. Ya en 1992, Françoise Choay advertía en Alegoría del patrimonio de la disolución del concepto de monumento y de cómo “la palabra misma adquiría otros significados”. Seguramente, resultaría más ajustado acercar este proyecto al quinto de los elementos que Kevin Lynch utiliza para clasificar La imagen de la ciudad —publicado por primera vez en 1960—: el landmark, extrañamente traducido como mojón en su versión castellana.
O, yendo un paso más allá —obviando la enorme distancia que los separa—, podría quizás recordar a aquel pasaje del Delirious New York de Rem Koolhaas sobre la aguja y el globo, representantes de “los dos extremos del vocabulario formal de Manhattan”. La primera como “la construcción más delgada y menos voluminosa con la que se puede marcar un lugar” que “combina el máximo impacto físico con un insignificante consumo de suelo”; el segundo, “la forma que encierra el máximo volumen interior con la menor superficie exterior”.
Cierto es que aquí, en Maku, la comparación con esos “afortunados híbridos” —como describía Koolhaas a esas arquitecturas del manhattanismo— puede resultar gratuita. Al fin y al cabo, podría decirse que la Gray Villa utiliza la aguja —en la forma de gran prisma triangular en su fachada— como punto de referencia visible en el paisaje. Muy injustificado resultaría, sin embargo, leer en este edificio el globo en su “capacidad promiscua para absorber objetos, personas, iconografías y simbolismos y ponerlos en relación por el mero hecho de hacerlos coexistir en su interior”.
No obstante, ninguna ocasión es mala para recordar el imprescindible Manifiesto retroactivo del genial y siempre polémico arquitecto holandés, uno de los más importantes intelectuales de nuestro tiempo.
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