El trabajo de Fernando Barrios Benavides (Madrid, 1990) se levanta en el terreno de lo psicológico —en el de la fibra que no tiene tacto—, mediante diversas series centradas en rostros y planos medios enrevesados. Creaciones que poseen una elevada capacidad para insinuar la complejidad de nuestra condición desde una perspectiva con cierta melancolía.
Siempre me ha resultado desconcertante la anécdota que cuenta la reacción del papa Inocencio X cuando vio el retrato que le hizo Velázquez. Dicen que afirmó: Troppo vero —demasiado veraz, en castellano—. La representación de la figura humana es una de las materias de reflexión que nos permiten intentar comprender cuestiones que van más allá de las fronteras empíricas de la ciencia; de esta manera, cuando veo el citado lienzo, no solo contemplo las grietas morales de un hombre oscuro, sino las de toda una época oscura, diseccionada por un cirujano cuyo bisturí era un pincel.
El trabajo de Fernando Barrios Benavides (Madrid, 1990) se levanta en el terreno de lo psicológico —en el de la fibra que no tiene tacto—, mediante diversas series centradas en rostros y planos medios enrevesados. Creaciones que poseen una elevada capacidad para insinuar la complejidad de nuestra condición desde una perspectiva con cierta melancolía. Un existencialismo visual cuyos rasgos, en algún punto, emanan de la esencia del colectivo artístico El Paso, especialmente de los excepcionales Antonio Saura y Manolo Millares; así como una lejana reminiscencia a las formas antropomórficas del neoyorquino Jean-Michel Basquiat.
Sumergido en todas las disciplinas clásicas de la expresión plástica —pintura, diseño e incluso escultura—, este madrileño subraya un delicado sentido poético en el ámbito del dibujo y la ilustración, donde su trazo alcanza una extraordinaria personalidad. Su poética se encuentra a medio camino entre la sutileza y la imperfección, a través de la pureza de la tinta china que vertebra todas sus láminas, sostenidas cromáticamente en el negro y, a veces, en intensos tonos grises derivados del uso del grafito. Una austeridad que se quiebra, con recurrencia, por acuarelas y rotuladores amarillos —puntualmente rojos— que inciden en determinadas áreas de las composiciones.
Esta figuración no realista tiene como epicentro inspiracional al laberíntico ser humano, siempre deambulando entre lo infame y lo prodigioso; siempre superponiendo enfoques sociales y convencionalismos adquiridos en su naturaleza despiadada.
Esa tensión psíquica —de aquel que no pospone la ocasión de enfrentarse a sí mismo— es mostrada con brillantez por las caras y máscaras de Barrios Benavides, que toma una dirección muy diferente a la tendencia del edulcoramiento e infantilismo gráfico tan bien monetizado en las redes sociales. Un carácter artístico discreto, sin chillidos ni artificios, pero con un aroma profundo que propicia una observación pausada para desentrañar el paisaje interior de su retrato adentro. |