Cuando Guido de Majo fundó la fábrica De Majo Iluminación al acabar la 2ª Guerra Mundial, no sé si alcanzaría a visionar hasta dónde llegarían sus luminarias y la repercusión internacional que tendrían. Una compañía que basa su filosofía en la ética y el arte, y que es una de las pocas fábricas artesanas de cristal de Murano que quedan.
La utopía de conocer esta empresa en primera persona comienza al coger el barco en el Gran Canal de Venecia y desembarcar en la pequeña isla de Murano. Una vez allí, el mundo parece pararse por un instante y retroceder 50 años.
El calor asfixiante que te golpea al entrar en la zona de soplado, donde los hornos trabajan a una temperatura inhumana, casi parece obviarse cuando ves a esos hombres trabajar. Artesanos de apariencia ruda, pero con la delicadeza de quien lleva toda la vida haciendo ese trabajo, moldean una a una las piezas de todas las lámparas. Observar sus movimientos, la precisión y el ritmo con el que se compenetran, es como leer una partitura de Mozart. Pura magia.
La firma comenzó con la teatralidad de las lámparas de araña como producto insignia. Y sin dejar de lado estas chandeliers de corte clásico, optó por abrir una segunda línea de negocio más actual, con diseños vanguardistas y atrevidos capaces de acaparar toda la atención de los ojos que saben mirar más allá de la apariencia.
Arte y diseño de algún modo se comparan y se fusionan. Una transparencia creativa que se traduce en belleza y majestuosidad. Ver una lámpara acabada de De Majo, es asistir al concierto de esa partitura de la que hablábamos. El silencio y las caras de estupefacción dan lugar a la admiración por parte de quienes pensábamos que aquello sería una visita más. Mirar al futuro con la experiencia y la técnica del pasado, no es algo que todos puedan hacer.
