Impactados tras ver la exposición en el Hangar Bicocca de Milán —bajo el comisariado de Roberta Tenconi y Vicente Todolí—, estudiamos la esencia de Cerith Wyn Evans. A través del Neón, este artista galés cede el protagonismo de su obra a la interpretación intuitiva que cada espectador hace de ella.
La idea madre
Para todo aquel que solo lo conozca por sus esculturas de luz, Evans arrancó su carrera como productor de cortometrajes experimentales. A principios de los noventa saltó del cine a la instalación lumínica, justo cuando empezó a preocuparse sobre cómo pueden comunicarse las ideas a través de la forma. Comenzó a trabajar con esculturas, fotografías, textos semióticos, música y literatura, con la intención de convertirlos en elemento central de la imaginación del espectador. Un compendio de referencias que buscaban la mínima expresión: una luz, una línea. Lo que el mismo Evans ha dicho en más de una ocasión: “Se trata de fluidez, de derivas a través del espacio, de sonidos a la deriva, de imágenes a la deriva”.
Desde entonces, este galés ha sido objeto de muestras en las diferentes sedes de White Cube Gallery, en la Tate Britain de Londres, en el Museo Tamayo de México D.F. o en el Museo de Bellas Artes de Boston, entre otros. Curiosamente, a veces se le ha definido como un artista, más que poético, romántico. Él se ríe al escuchar esto. “Lo que hago”, dijo en una entrevista a Time Out, “se percibe como romántico, pero no estoy muy seguro de lo que la gente quiere decir. Para mí, romántico significa morir de una sobredosis de heroína en un canal fuera del Hotel Chelsea”. A decir verdad, yo tampoco sé qué quieren decir con ello, puesto que la obra de Cerith no es sentimental ni generosa ni soñadora —una de las acepciones que nos da la RAE—. Es más bien todo lo contrario.
Frente a la idea de una pieza tímida que pide permiso para imponerse, se alza un conjunto de formas poderosas e inteligentes que retan al visitante por su carga conceptual. Una actitud que transforma la galería en un almacén de significados y discursos que, escondidos tras una aparente simplicidad, aguardan jocosos a ser adivinados.
Somos nuestras referencias
Para que los objetos de Evans tengan una lectura o no sean nada durante una exposición, todo dependerá de un factor: la visión del espectador, la cabeza pensante que interprete el significado. Aquí, justo aquí, es donde podemos comprender al creador dentro de sus referencias. ¿Acaso no es esto el conocidísimo mito de la caverna? Aquel que esté en la cueva quizá vea en la producción de Wyn simplemente restos de tecnología. Pero a quien le haya dado el sol probablemente vea relaciones, juicios o conceptos. Uno interpreta aquello que reside en su imaginario, lo que ha vivido, lo que ha visto. Uno interpreta su propia verdad.
En Still life (in Course of Arrangement…) II y V (2015), tres palmeras colocadas ante un cañón de luz proyectan sus sombras sobre la pared. De nuevo Platón. ¿Cuánto de real tiene lo que vemos? ¿Hay solo una única realidad de las cosas? Montadas sobre tornamesas, los árboles giran muy lentamente, y sus proyecciones producen un efecto hipnótico.
En alguna ocasión también se puede adivinar a James Joyce, sobre todo en aquellas obras en las que Cerith Wyn Evans quiere trascender los límites del espacio y del tiempo —Mirror plinths with sound, (2014)—. En otras, que yacen congeladas como fotografías —Chandelier, (2003)—, aparece la alusión a su padre, fotógrafo aficionado, que enriqueció su imaginario cuando era niño. Por poder descifrar, se puede incluso leer a Calder en Apparition (2008): pesos redondeados que cuelgan como si el suelo de la sala fuera la cuna de un bebé.
Cerith rara vez crea en superficie. Lo hace en el aire. Construido básicamente mediante neones, su trabajo se vincula con el light art que Dan Flavin inauguró a mediados del siglo XX. Un discurso creativo que también conecta con el arte lúdico y lumínico del venezolano Cruz-Diez y con el minimalismo de Robert Irwin, cuyo propósito no era dirigir la atención del espectador hacia las piezas, sino al lugar que las alojaba.
Y en este sentido, Cerith Wyn Evans no tiene un estudio, construye siempre en función de un lugar. Encarga los materiales, los recibe en el museo o la galería y se produce ante él el redescubrimiento de lo que quiere desarrollar. “El 90% de las veces”, ha afirmado en varias entrevistas, “miro las cajas y pienso ‘¿Qué hay dentro?’ Y cuando las abro digo: ‘Ah, claro, olvidé que decidí hacer esto’”. No mencionaré la relación directa que esta manera de actuar tiene con el ready made de Duchamp.
Lenguajes eléctricos
Como soporte técnico, el neón está atravesando una nueva vida tras ser sustituido pocos años atrás por el led. Por eso, ahora se posiciona ante nuestros ojos como un elemento tan estético como nostálgico. Asentado en la modernidad, solo hay que ver la amplia cartera de artistas que lo utilizan: desde jóvenes como Patrick Tuttofuoco, Romily Alice Walden o Anais Borie, a nombres consagrados como Kate Hush o Jenny Holzer. El neón son las nuevas mayúsculas, el reinventado recurso dispuesto a no agotarse. Y ahí se encuentra uno de los músculos de Cerith Wyn Evans.
En Neon Forms (after Noh II y III) (2015), los tubos son fruto de una musa cultural. En esta ocasión se trata de los gestos y parodias del teatro Noh japonés: cada movimiento es traducido a una forma o, mejor dicho, a un compendio de trazos garabateados. Como si el recorrido de los brazos y las piernas del intérprete hubiera quedado grabado en el aire: primero un salto, después un giro de abanico, seguidamente una reverencia.
Una escenografía que se aprecia mejor desde la distancia, porque si uno gira la cabeza para mirar de nuevo cuando se está a punto de abandonar la sala, descubrirá una caligrafía aérea e imprecisa. Algo aparentemente automático como la firma en un carnet de identidad. Algo tan espontáneo que habla del ser que lo ha trazado, del subconsciente que ha llevado esa mano gigante por la habitación.
Esa abstracción flotante la vemos de nuevo en The Illuminating Gas (after Oculist Witnesses) (2015), donde homenajea —otra vez, sí— a Marcel Duchamp. De nuevo las referencias, un apropiacionismo justificado y poético. El primer título se corresponde con la instalación del mismo nombre del maestro dadaísta, que solo puede verse a través de la mirilla de una vieja puerta de madera: Platón sobrevolándolo todo. El título entre paréntesis —after Oculist Witnesses— corresponde a una de las partes de La novia desnudada por sus solteros (El gran vidrio), donde Duchamp dibuja pequeños cuerpos geométricos, que Evans expande sacándolos de escala y dándoles una dimensión lumínica.
Entrar en el universo de Cerith Wyn Evans supone enfrentarnos a un territorio lleno de secretos, pasadizos y detalles ocultos que mutan según quien los observe. Una obra casi inmaterial sometida a la transitoriedad de un tiempo que fluye, que acontece y que se proyecta hacia adelante.
Actualmente, las instalaciones de Cerith Wyn Evans se encuentran en el MoMa de Nueva York, en las Galerías Nacionales de Escocia en Edimburgo o en el Centro de Arte Contemporáneo de Kitakyushu, entre otros. Sin embargo, quizá en un futuro nos sorprenda inmerso en un estado de creatividad pura, etérea, tan incorpórea como la luz y los conceptos con los que trabaja. Visto como un lenguaje único y casi filosófico, el currículum de Cerith Wyn Evans es la materialización del viaje hacia lo intangible.