Después de ver el mobiliario de Carlo Bugatti (Milán, 1856) se me movieron las barreras, ya no concebí el diseño de la misma manera y me cuestioné todo lo que había aprendido.
Me pasó lo mismo al leer por primera vez a Charles Bukowski. Pensé: “No jodas… ¿También se puede escribir así?”. Se me desplazaron los límites de la disciplina y todo encontró un nuevo orden. La relación del contenido con el continente mutó: ya no escribí ni leí igual. Después de ver el mobiliario de Carlo Bugatti (Milán, 1856) se me movieron las barreras, ya no concebí el diseño de la misma manera y me cuestioné todo lo que había aprendido.
Descubrí su trabajo mirando las subastas de lotes de Christie’s, pasmado por todo aquello que no tenía ni idea de que existía: vajillas pintadas a mano con dorados aquelarres barrocos, carrozas cerámicas de un metro tiradas por caballos de porcelana con riendas de cuero, reclinatorios de caña con doseles de seda virgen, cojines para fumar opio y sillones tú y yo franceses fruncidos con hilos de oro, entre otras bizarradas. Los fondos blancos de las fotos de estas pujas sustraen el entorno y presentan todas las piezas sin contexto. Desaparecida la función y localización original, el momento actual cambia la relevancia de la expresión inicial del objeto, le quita su propósito, lo lleva más allá de las intenciones y lugares que lo hicieron nacer. Una vez más, se mueven las barreras del contenedor y se redefine el contenido.
Es en ese ambiente contemporáneo difuso en el que el enfoque de Bugatti podría trascender cualquier frontera nacional específica, aunque responda a un sentimiento vernáculo de un territorio sin definir. El suyo es un bastardo Arts and Crafts, fruto de la delirancia del papel secante de los tripis de la psicodelia hippy americana más que de las conversaciones burguesas de los salones de té con papel pintado de William Morris. Bugatti es un costurero de geometrías alejandrinas que se pliegan en curvas grecorromanas; un poeta de morfologías yuxtapuestas en narrativas de volúmenes asimétricos que corresponden más al acto de leer que al de ver: flecos, cetros, escudos, grecas y nudos articulados como si fuesen las palabras de un poema que busca significado más allá de su métrica. Podríamos considerarlo un creador de muebles para los comedores y despachos de una burguesía perdida en los desiertos de Tatooine. Como un fabricante de sillas para cabalgar serpientes a través de tormentas; un tramoyista de La Odisea; un ebanista de la corte de una nación sin patria.
Me pregunto por qué no he estudiado su obra en la carrera y por qué los currículos de las escuelas se empeñan en trazar líneas, cuando tampoco está tan claro que una cosa llevase a la otra: Arts and Crafts, Bauhaus, Raymond Loewy, diseño escandinavo, radicales italianos… Ya se sabe, la historia la escriben los ganadores, y a la industria poco le interesó el testimonio individual de los marginados, de los rebeldes, de aquellos que hicieron lo que les dio la santa gana. Y ahora que la industria ha dejado de escribir la historia —que es múltiple y está llena de individualidades—, es el tiempo de prestar atención a los susurros, a las voces más calladas, a las que se quedaron afónicas de gritar en el vacío. Se nos ha educado a través del mercado y por eso una pieza de Carlo Bugatti hace que se nos rompan los moldes, que se nos muevan las barreras. En comparación con las industriales voces cantantes del diseño oficial, la suya es una voz ronca.