La pasada primavera, Norman Foster visitó por primera vez Córdoba, y a su vuelta a Madrid, donde dirige la Norman Foster Foundation and Institute, le expresó al reconocido arquitecto cordobés Rafael de La-Hoz Castanys cómo le había impresionado la Mezquita. Pero había otro edificio en la ciudad que le había dejado muy desconcertado: la Cámara de Comercio que diseñó su padre, Rafael de La-Hoz Arderius, junto a José María García de Paredes en 1953 y que se inauguró en 1955.
El milagro de Rafael de La-Hoz en Córdoba
En una España donde la economía de medios era de escasa a nula y la cerrazón del régimen nos alejaba de planteamientos arquitectónicos centroeuropeos, en Córdoba se obró el milagro. Durante su visita, Norman Foster no encontró explicación para argumentar cómo a veces en los lugares más insospechados se pueden erigir auténticos compendios que resumen la mejor arquitectura internacional de la época.

Los dos jóvenes arquitectos Rafael de La-Hoz y José María García de Paredes —ya centenarios en este 2024— aún no tenían completados sus estudios universitarios cuando recibieron el encargo. Será la fuerza motora de la juventud la que quizás los animó y espoleó a dar lo mejor de sí, a regalarnos un derroche de talento precoz. Además, la intervención escultórica de Jorge de Oteiza planteaba un adelanto a las incorporaciones artísticas que Rafael de La-Hoz realizó durante su trayectoria con Equipo 57 y Tomás Egea. En el caso de la Cámara, Oteiza hizo dos esculturas en el interior y una tercera en la fachada; pero a su vez dio forma a un mostrador con un voladizo imposible, que recibe al visitante y acompaña a una viga de gran plasticidad —en hormigón blanco—, convertida en la zanca de la escalera principal.

Solo las mejores arquitecturas hacen de la comunicación vertical la gran protagonista de la obra. Y la maestría de esta escalera helicoidal da una respuesta sublime a esta parcela irregular y quebrada en los intramuros de Córdoba. Su simple perfección es capaz de articular las tres plantas de la Cámara, acompañándose de un lienzo de pavés que ilumina y toma la luz de un patio interior como telón de fondo. Tan solo el desembarco sutil en el auditorio —con arco parabólico y cúpula fónica en pan de oro— en el tercer nivel deberían ser estudiados en las universidades de arquitectura.
La maestría modernista en la Cámara de Comercio
En este proyecto de diseño total, ningún elemento esencial ha quedado a la libre designación. Las puertas y sus manillas, así como el mobiliario —butacas de auditorio, sillas, escritorios, mesa de juntas, lámparas y apliques— han sido creados ex novo por artesanos locales. La amistad que García de Paredes estableció con Gio Ponti en Italia fue el canal de inspiración para cada una de las piezas. Es aquí donde la lección de modernidad en la arquitectura española se cristaliza y que la Cámara parece sostener el tiempo. Una lección que se perpetúa y nos llega a la actualidad, tras setenta años de servicio, con un grado de conservación envidiable.


Y en esto reside el hecho metafórico: la Cámara como cofre donde se ha guardado —herméticamente— todo el mejor saber hacer de una etapa, un grito en silencio de la más rabiosa modernidad. Tras el umbral de la fachada —con composición clásica en ladrillo— hay todo un interior emocionante con ganas de sorprender. Una clara victoria a la guerra del intelecto que el régimen estatal quiso establecer; una semilla en la tierra para el desarrollo truncado de la sociedad cordobesa. Este inicio en la carrera de Rafael de La-Hoz Arderius se entiende como una apuesta por la arquitectura para contribuir a mejorar la vida y la ciudad. Y su labor ayudó a la suave pero paulatina apertura de nuestro país al mundo. Junto a García de Paredes realizó el Colegio de las Aquinas de Madrid, que los consagró con el Premio Nacional de Arquitectura.

La reivindicación de una figura clave en la arquitectura española
La Fundación Rafael de La-Hoz Arderius —que su familia ha decidido crear el año de su centenario— quiere reivindicar la figura de un gran maestro. No andamos sobrados de mentes maravillosas, por eso no nos podemos permitir el lujo de olvidar a aquellos profesionales que hicieron de su oficio una religión para contribuir con vehemencia al desarrollo de la disciplina. De ahí que la fundación tenga el propósito de seguir formando a futuras generaciones de arquitectos.


Nada de lo que se ha expresado en estas líneas hubiera sido posible sin el programa público de becas Fulbright que hizo a De La-Hoz complementar sus estudios en el MIT de Massachusets, donde se impregnó de las vanguardias americanas; allí conoció a Mies van Der Rohe, a Walter Gropius, a Richard Neutra. Todo ese aprendizaje lo trajo a España y creó las Normas Tecnológicas para mejorar por decreto la calidad de la arquitectura. Aunque Chicago le fascinó —dijo que fue el primer cordobés en viajar a la luna— volvió a su tierra, y nos agasajó con una obra que hoy es Patrimonio. Cuando vio su cometido cumplido, se mudó a Madrid, y otra vez se desenvolvió en generosidad y realizó uno de los mejores edificios de oficinas del mundo —como proclamó Richard Rogers—: la torre Castelar (1975), donde mejoró las soluciones tecnológicas americanas y proyectó una construcción-faro que nos orienta.
Pero peor que la muerte, es el olvido; por eso hasta febrero, todo aquel que pase por Córdoba tiene una parada obligada en las dos exposiciones dedicadas al centenario de Rafael de La-Hoz. Una centrada en la arquitectura pública en la Diputación, y otra sobre la producción privada en la sala Vimcorsa.
En este enlace puedes leer más artículos sobre otras obras del estudio Rafael de La-Hoz.