Durante los años 70 y 80 del siglo pasado, el rígido poder soviético permitió una arquitectura alejada de su oficialidad formal. Una libertad creativa que tuvo lugar en la periferia del sistema y que floreció justamente cuando la URSS se acercaba a su colapso. Olvidados hasta ahora, gran parte de esos edificios han sido documentados por el fotógrafo francés Frédéric Chaubin en un libro donde los presenta como outsiders estéticos perdidos en la inmensidad de la maquinaria comunista.
El impulso caótico
“Este proyecto es el fruto de la casualidad”. Así comienza el prólogo de CCCP (Taschen, 2011) y así nos respondía al otro lado del teléfono su autor, Frédéric Chaubin. En un juego de palabras con el acrónimo cirílico de la URSS, CCCP (Cosmic Communist Constructions Photographed) contiene una parte de la arquitectura soviética que prosperó durante dos décadas en los márgenes del régimen socialista y que hasta ahora había estado prácticamente olvidada.
Aunque es redactor jefe de la prestigiosa revista Citizen K desde sus inicios, Chaubin siempre estuvo vinculado al mundo de la imagen. De hecho, antes de ponerse al frente del magazín francés ejerció como asistente de dirección en publicidad, lo que lo llevó a trabajar buscando localizaciones. “Y ese, nos cuenta el autor, es un ejercicio muy particular. Tienes que ser rápido y ágil para sacar buenas fotos que den una idea muy precisa del lugar que estás enseñando”. De algún modo, su forma de entender la fotografía viene determinada por la destreza requerida para un trabajo como ese. No en balde, su primer acercamiento a la que luego sería Citizen K, fue como fotógrafo. Sin embargo, gustaron más los textos con los que acompañaba sus instantáneas, por lo que le ofrecieron dirigir el equipo de redacción.
El contacto inicial de Chaubin con esta arquitectura anómala ocurrió en Lituania. “Solía ir bastante de vacaciones, y en mis diferentes visitas fui encontrando unas construcciones, un ambiente estético, que nada tenía que ver con lo que para mí era la Unión Soviética”. Este descubrimiento disparó su olfato de fotógrafo. El paso siguiente tuvo lugar en 2003, cuando en Georgia Chaubin se tropezó con un libro de arquitectura editado a finales de los ochenta y que conmemoraba los 70 años de la revolución de octubre. “Ese libro, con un olor terrible y en blanco y negro, contenía edificios que parecían escapados de una película de ciencia-ficción y algunos se encontraban justo en Tiflis, la ciudad donde yo estaba en ese momento. Los busqué, tomé fotografías y al volver a casa con ellas hice una correlación con la arquitectura que había visto en Lituania. Y me pregunté si habría más. Porque la distancia entre ambas repúblicas es inmensa. Era imposible que este tipo de proyectos no estuviera en otros lugares. Me puse a investigar, contacté con gente, descubrí documentos y poco a poco fui trazando una cartografía personal de hallazgos y descubrimientos”.
Premonición de un hundimiento
Si detrás de toda arquitectura hay un acto político, detrás de la arquitectura soviética se encontraba la política totalitarista del Estado. Como señala Chaubin, todas las construcciones realizadas en la URSS durante sus más de 70 años de vida eran encargos del Estado a arquitectos formados dentro del Estado que solo trabajaban para el Estado. La iniciativa privada había sido aniquilada y los cambios en la evolución de esta disciplina venían marcados por los giros ideológicos del gobierno, más que por un debate estético o profesional.
Tradicionalmente la arquitectura soviética se había dividido en tres etapas: el constructivismo hasta 1935, el clasicismo fastuoso y reaccionario de Stalin y la mirada hacia el estilo internacional (hormigón y sobriedad) que Jrushchov favoreció cuando la URSS, a mediados de los 50, comienza a retomar su conexión con el exterior ante la urgencia de mantener la rivalidad con Estados Unidos.
Sin embargo, a lo largo de los años 70 y 80, mientras se va gestando el colapso político y económico de la Unión Soviética, una serie de arquitectos repartidos por la inmensidad del territorio desarrollaron proyectos al margen (y bajo la tolerancia) del férreo control estatal. Una arquitectura libre, abierta, innovadora, que en muchos casos intuía el futuro. Edificios que podríamos calificar de anómalos y excéntricos. Excéntricos por sus singularidades formales, pero también por encontrarse alejados del centro geográfico (en los extramuros de la URSS), y sobre todo, por encontrarse alejados del canon dominante.
Eje Báltico-Cáucaso-Asia Central
Pero no se trató de una escuela ni de un colectivo. Localizados en la periferia, estos arquitectos construyeron, según Chaubin, “edificios huérfanos”. Porque aunque en general hay una combinación de monumentalismo, brutalismo y trazos futuristas, cada arquitecto (en realidad, cada edificio) planteaba su propio discurso al margen de todo. Algo que Chaubin sitúa especialmente en tres áreas: las repúblicas bálticas, el Cáucaso y Asia Central.
En esta búsqueda, algunos quisieron rebelarse contra la tiranía del ángulo recto en favor de la curva. Una actitud que de algún modo estaba en el ambiente y que conectaba, por un lado, con la estética de ciencia ficción que durante los sesenta y los setenta arrasó en la literatura y en el cine, y por otro, con el ideario pop de los británicos Archigram. Viendo la audacia de algunos de estos colosos, observamos un organicismo primitivo que prosperaría varias décadas después de la mano Zaha Hadid o UNStudio.
Con planteamientos contextualistas, otros autores reivindicaron las formas autóctonas aniquiladas con la llegada comunista. Para ello recuperaron el nacionalismo estético, frente a la globalización soviet. En este sentido, nombres como Yeugeni Rosanov enlazaron sus creaciones con la tradición islámica en una serie de propuestas tan arriesgadas que llevaron a Chaubin a afirmar que “Asia se consideró un laboratorio arquitectónico”.
Por su parte, las repúblicas bálticas tenían tras de sí una estrecha vinculación con el movimiento moderno de principios de siglo XX. Sin olvidar que se encontraban en la frontera con Occidente, lo que les permitía una proximidad física y, por tanto, una mayor conexión formal con el exterior. “Los contactos con el exterior, afirma Chaubin, eran más fuertes en zonas fronterizas como esta. Además, estaba la relación especial entre Letonia y Finlandia. No olvidemos también que esos países fueron integrados en la Unión Soviética tras la II Guerra Mundial, es decir, tenían una tradición. En este caso, una tradición arquitectónica muy fuerte”.
En general, y como afirmó un arquitecto de la perestroika, estos edificios reivindican la utilidad de lo inútil. “No a una arquitectura muda y sin dirección”, afirmó Peter Davitaya. Un lema que de algún modo puso a muchos de estos arquitectos en línea con el movimiento post-moderno, es decir, con la defensa de la forma y el rechazo de la función como condena.
“Esta arquitectura, afirma Chaubin, podría ser considerada post-moderna. La cosa es que yo me encontré con varios arquitectos y ellos no tenían ninguna intención teórica o conceptual, así que no podemos considerarlos como tal, porque esta corriente es una crítica irónica al movimiento moderno. De hecho, a algunos los veo muy cerca de la ingenuidad autodidacta de Facteur Cheval”.
Sea como sea, y al margen de etiquetas o premisas teóricas, la aparición de estas construcciones confirma para Chaubin “la existencia de una cuarta etapa en la arquitectura soviética”. Un cuarto periodo ignorado y prácticamente desconocido hasta ahora, marcado por su sentido de diáspora estética y por su búsqueda de la individualidad y la diferencia en un Estado uniforme y monocorde. Discordancias de hormigón que se posicionaron frente al totalitarismo como aisladas joyas subversivas. Arquitectura de placeres solitarios, en palabras de Chaubin, cuyas formas arriesgadas plantean más preguntas que respuestas.
Después de la caída
Tras la desaparición de la URSS en 1991, muchos de estos arquitectos dejaron de ejercer. Algunos solo diseñaron un único edificio y el sistema acabó reubicándolos. “Los que siguen trabajando están metidos ahora en este tipo de arquitectura liberal y mediática que tienes en todas partes del mundo. Es el caso de Vasilevski. Vi un proyecto suyo todavía en maqueta que es precisamente lo mismo que haría Zaha Hadid. Un tipo de construcción fractal, extraña y previsible. Es inevitable: ahora todos están sometidos a una cultura más globalizada, pero lo que hacían entonces era único. Y es esa cuarta etapa la que he documentado en mi libro”
Efectivamente, la voluntad de Chaubin ha sido la de contar una historia. Una historia ignorada e incluso demolida. Porque algunos edificios ya han sido destruidos. Y otros desaparecieron antes de que el fotógrafo los localizara. Una arquitectura que representa el final de un paradigma político. O como concluye el propio Chaubin, “es la crónica de un fracaso social visto a través de la arquitectura”.