Desde el inventor de la alta costura, Charles Frederick Worth, a Yves Saint Laurent, héroe del prêt-à-porter, los modistos del siglo pasado mataron las tardes en los cafés parisinos negando a los periodistas del sector considerarse artistas. Y lo eran, vaya que sí lo eran. ¿Cómo no va a ser reconocida como una pieza artística el primer jersey trampantojo de Elsa Schiaparelli? Hay que ser un necio snob para no creerlo.
Los diseñadores de hoy son mucho más vanidosos. No hay muchacho que salga de la escuela de turno y que no te aturda con el discurso de su “arte”. Entre tanto gallito con ínfulas, algunos simplemente reconocen que dibujan ropa, indumentaria práctica. Para muestra un botón.
Cuando era un niño, el diseñador argentino Aitor Throup se obsesionó con el cuerpo en movimiento. Y después, con el trabajo de Massimo Osti, lo que le llevó a interesarse por los músculos de las prendas. La vida le echó un órdago y no dejó pasar la oportunidad: redefinir para CP Company la chaqueta de pilotos más icónica de su idolatrado Osti.
Sin olvidarse de esta prenda, Throup fue apropiándose de otros referentes y, a través de la iconografía religiosa hindú, entendió que si un dios está representado con cuatro brazos, significa que dicha deidad tiene cuatro atributos. Es decir, la forma es el resultado de la razón. Y llevando esto a la moda, comprendió que una prenda tiene que ser fruto de las necesidades del consumidor.
Alejado de la poesía costurera que irritaba a Coco Chanel, Aitor defiende que sus colecciones tienen un propósito moral. Por ejemplo, su primer proyecto, hace ahora una década, denunciaba el racismo dentro del mundo del fútbol británico. Chanel se adentró en el mundo de la moda para erradicar el sometimiento femenino frente al hombre. No es descabellado afirmar que siendo un hombre contemporáneo, Aitor tiene alma de creativo del siglo XX. De puro artista.
Así lo demuestra su última colección (Primavera/Verano 2017) y la puesta en escena preparada para darla a conocer. A la entrada de la Iglesia londinense de la Santísima Trinidad instaló una especie de monumento a los soldados caídos con prendas de sus antiguos proyectos pasadas por pintura blanca, sutil pista de lo que esperaba dentro: un canto al aquí y el ahora. En la presentación se ayudó, además, del diseñador de marionetas James Perowne y juntos dibujaron a los modelos como títeres de teatro negro tirados por “cerebros” encapuchados. El movimiento se demuestra andando. El artista es el cerebro de la obra.
Fotos: Neil Bedford