Llegaron Facebook, LinkedIn, las criptomonedas y la alegría económica, y la capital irlandesa se preguntó: “¿Cómo me reinvento?”. La respuesta no puede ser más fascinante.
No hay postal más efímera de la metrópoli pelirroja que la orilla del viejo Gran Canal. Es difícil dilucidar, entre grúas y carteles de promociones inmobiliarias, lo que seguirá igual dentro de unos meses. De hecho, no hay dublinés que se precie que no pronostique cuándo van a derribar el oxidado edificio de la Boland’s Mill. Hoy en día es el único vestigio decente que queda del pasado industrial y hollinado de los Docklands.
Y es que, donde otrora había astilleros, fábricas y leproserías en Dublín, hoy han proliferado las oficinas del Silicon Valley europeo, creando un entorno repleto de propuestas urbanísticas muy interesantes. Ejemplo de ello es el la propia Grand Canal Square, una especie de Times Square donde dos construcciones reinan por encima de todas. La primera, la propia plaza, una creación de la artista Marhta Schwartz que sorprende por las barras rojas que crecen del suelo. Un homenaje a la leprosería que dominaba el lugar en el siglo XIX.
El otro protagonista es el teatro Bord Gáis, una estructura escultórica “marca de la casa” de Libeskind cuyos estrambóticos vértices y diagonales se justifican de noche, cuando la iluminación parece transformar la plaza en un palco de butacas y la fachada, a la altura del segundo vestíbulo, en un escenario. Antes de abandonar este flamante distrito merece la pena acercarse al río, donde el puente Samuel Beckett se yergue orgulloso con su icónica apariencia de arpa. No solo se trata de la segunda pasarela construida por Calatrava en la capital, también es la única de todo el río que se abre en horizontal hasta los 90º en vez de elevarse.
La postal que compone, junto al Convention Center proyectado por Kevin Roche, es la mejor imagen del Dublín que viene. El paseo por el sureste de la ciudad debe incluir una visita al Estadio Aviva. El hogar de los equipos nacionales de fútbol y rugby es, ante todo, un estético complejo cuyas formas onduladas responden a la necesidad de dar cabida a 50 000 asistentes sin alterar una zona poblada con casas y limitada, al este, por un pequeño río que desemboca en el Grand Canal.
La llegada de esta nueva etapa de prosperidad ha permitido a Dublín poner algo de orden en sus colecciones de arte. No es que en el pasado no las exhibieran, simplemente faltaba organizarlas un poco y revaluar lo menos clásico. Con este espíritu se remodeló y amplió la Hugh Lane: Dublin City Gallery, un viejo anhelo local, ya que durante años peleó con la National Gallery londinense por traer de vuelta la colección de arte impresionista del magnate que da nombre a la institución. Abierta de nuevo en 2006, esta galería sirve también como homenaje al artista irlandés Sean Scully, quien no solo ha donado parte de sus cuadros, sino también las obras contemporáneas que ha ido comprando con el tiempo. El viaje artístico se completa con la National Gallery of Ireland, la gran pinacoteca del país que hace dos años creció para recuperar la sala Shaw, el lugar donde empezó todo. Y también con el Irish Museum of Modern Art, un curioso hospital reconvertido en museo que desde 1991 lleva acogiendo las exposiciones más atrevidas de la ciudad.
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