Recrear en un espacio cerrado la sensación de sobrevolar la tierra, de estar en mitad del cielo. Esa es, en esencia, la propuesta del artista Doug Wheeler para su última exposición individual en la galería de arte de Manhattan David Zwirner, que se ha visto interrumpida como no podía ser menos, por el cierre de sus tres sedes internacionales a causa de la actual pandemia en la que andamos inmersos y de la que pronto habrá también consecuencias artísticas, material que seguro reseñaremos por aquí. Decíamos, la propuesta de Wheeler es más una evocación que la recreación misma de un paisaje. Vale que el cielo azul despejado sirva como punto de partida, así lo ha confesado el autor quien no muestra reparos en explicar el imaginario de origen de sus obras, pero su afán nunca fue representativo.
De hecho Wheeler es un referente del minimalismo de los años 60 y 70 en California. Sus instalaciones actuales parten de aquellas pinturas de grandes dimensiones enmarcadas en la abstracción geométrica que poco a poco derivaron en experiencias arquitectónicas y muchos de sus dibujos tempranos han sido traducidos sobre el espacio tridimensional. De la geometría y del uso de la luz y el color – o la ausencia de este – parte su trabajo. Le sirven para producir ambientes donde las proporciones se ven distorsionadas y se diluyen los límites físicos tradicionales en una alteración que afecta también al sonido.
El objetivo final de su trabajo es manipular la percepción, “controlar la experiencia óptica y acústica”, como dirían los curadores de la instalación que llenaría de pequeñas pirámides blancas el suelo de una galería del Museo Solomon R Guggenheim de Nueva York (2017): algo que Wheeler hizo tres años antes al tratar de vaciar en todos los sentidos un trozo del Palazzo Grassi de Venezia. Aquí una parte de las columnas del atrio desaparecieron y en su lugar quedó la nada: una “estructura” que no permitía observar ni el principio ni el final de aquel segmento, tampoco reconocer el material que había interrumpido la estampa. Los enclaves históricos, como es el caso, van justamente de eso que la obra quiso destruir: de traducir el tiempo en elementos tangibles, fechas o columnas, y dotarnos de capas de tierra en la que posarnos. Una experiencia emocional de este tipo resulta cuanto menos inquietante, incluso agresiva, porque busca el borrado de aquello que nos permite hallarnos. De aquello que nos permite estar.