En ROOM estamos enganchados a los retos. Por esa razón abrimos un diálogo Shanghái-Madrid con Sun Yuan (1972) y Peng Yu (1974), dos artistas conceptuales que trabajan colaborativamente desde finales de la década de los 90 y que son internacionalmente reconocidos por el contenido provocador de sus obras.
Hay muchas formas por las que uno puede conocer a alguien. La manera en la que ROOM conoció a Sun Yuan y Peng Yu fue, cuanto menos, particular. Como no viene al caso dar detalles, resumiré el encuentro diciendo que un par de correos electrónicos fueron suficientes para provocar un flechazo mutuo entre los creadores asiáticos y la redacción de Madrid.
Tras ver su obra (Can’t Help Myself, 2016), que formó parte del pabellón de la República China en la Bienal de Venecia 2019, rescaté una de las preguntas más trabajadas durante mis años de universidad —y por la que siento amor y odio al mismo tiempo—: “¿Qué es el arte?”. Algunos artistas suspiran al escuchar esto, conscientes de que hay tantas explicaciones como interpretaciones. Sun Yuan, desde la otra parte del mundo, responde que no lo sabe: “Las personas tienen necesidades profundas, que solo pueden satisfacerse con algo que en realidad no podemos definir. Y a esa indefinición la llamamos arte”.Este arte, pensamos, está intrínsecamente ligado a la vida y personalidad del creador, por lo que, en una exposición, uno juega a leer entre líneas los significados que pueden albergar los elementos de cada composición.
Pero poco se habla del hacer por hacer, del arte por el arte. Una pieza podría ser, simplemente, una vía de escape para evitar la información que a uno le abruma en la cotidianeidad. “El relato más verdadero de un artista”, nos dice Peng Yu, “son todas sus obras, pero también se puede fabricar otra historia. A veces uno mismo ni siquiera conoce la verdadera razón de la creación”. Por decirlo de otra manera, para este tándem chino, el trabajo de un artista es más la proyección que uno quiere dar que la exacta representación de sí mismo. “Hay un emperador en la historia de China que arruinó el país y provocó muertes. Sin embargo, sus pinturas eran hermosas, aunque en ellas no puedes ver lo que sucedió. Es decir, su producción no está relacionado necesariamente con él”.
Materiales para impactar
Desde luego, ellos parecen dejarse conocer. La instalación que ha estado temporalmente en la feria italiana ha vuelto a remover al mercado contemporáneo. Y digo volver porque ya lo hicieron por primera vez en 2016, cuando fue creada. Si miramos su trayectoria, la línea que la conecta es la búsqueda de la conmoción en el espectador. Algunos de los miembros más comprometidos de la ONU descansan seniles en la parodia de Old People’s Home (2007); un ángel caído yace en el suelo como consecuencia de su rebelión contra Dios en Angel (2008); mientras que perros atados corren enfurecidos y enfrentados en Dogs That Cannot Touch Each Other (2003), performance que levantó un serio debate sobre los límites del arte cuando se exhibió en el Guggenheim de Nueva York.
Hablamos de controversia y trasgresión sin que importe la presencia de armas (Open Sesame, 2012), (If Seeing Is Not An Option, 2013), ni la utilización de sangre humana —que se extrae de los propios participantes en Body Link (2000)— o de cadáveres de bebés —que embalsamados yacen como esculturas en Human Oil (2000)—. Lo de Can’t Help Myself, sin embargo, es éter de celulosa en agua coloreada, aunque no se relajan los límites del impacto.
Taxidermia, grasa humana (Civillitation Pillar, 2001), maquinaria y gel de sílice (Far Away, 2016). También bombas hidráulicas y mangueras contra incendios (Freedom, 2016). Y jaulas, sillas de ruedas (Absence, 2008), pintura en spray (Flag Of Unknown Country, 2013), y hasta un perro comprado en un mercado (Soul Killing, 2000). Podría enumerar los muchos elementos que han llegado a utilizar, pero solo hay una única conclusión sobre su estilo: juegan con la libertad absoluta que se han otorgado como creadores. Y disfrutan perdiéndose en el camino: buscan la expresión más conceptual de lo humano. Sun Yuan y Peng Yu cuentan historias en cápsulas, todas ellas diferentes. Luego las acumulan como fotos en un álbum, para mostrarlas y confirmarnos lo que ya sabemos: a ellos les gusta romper su propia identidad y, aun así, seguimos reconociéndolos en todas y cada una de nuestras piezas. Pero ¿por qué esa necesidad de sacudir la mente —y las vísceras— del que mira? “Antes que a nadie”, dice Peng Yu, “me dirijo a mi propia mente y a mis propias vísceras porque soy la audiencia más importante de mi trabajo. No le pido a otros que vean lo que yo veo en él, eso solo existe para mí”.
Directores de orquesta
A veces están más cerca de la performance, otras de la escultura, otras de la instalación y otras del grafiti fuera de escala. Pero lejos de identificarse de forma directa con estas disciplinas, Sun Yuan y Peng Yu prefieren definirse como directores de una orquesta formada por maquinarias, animales, personas… Su mente es la batuta que ecualiza todos los sonidos y que sabe subir el volumen de un instrumento —si fuera necesario— por encima de los demás. “Todos estos elementos están a mi servicio”, asegura Sun Yuan. De algún modo, ellos se sienten dioses creadores, y sus herramientas son las distintas disciplinas que tienen a mano. Por eso consideran que el artista es un ser de otra raza, bajo cuyas manos se materializan las ideas. “Los artistas son una raza aparte.
Dispersos por todo el mundo, tienen diferentes colores de piel y usan diferentes técnicas, pero en realidad son otra raza. Son como extraterrestres convertidos en humanos y escondidos entre la multitud. ¿Cómo reconocerlos? No hay forma, solo el artista mismo sabe que lo es”. “Por ello”, continúa Peng Yu, “los artistas deben ser simplemente artistas, no creadores enfocados al consumo del público”.
Referencias. Tan cerca, tan lejos
Desde luego, es innegable la importancia que tiene —en el contexto del arte— distinguirse de los demás. Aunque lo más complicado es justamente eso: encontrar un hueco creativo en el que tu identidad destaque por ser única. De hecho, para ellos innovar y afirmarse son los dos pilares sobre los que se sustenta el arte contemporáneo. Incluso van más allá, reniegan del parecido que puedan tener con respecto a otros artistas.
Sin embargo, siempre estamos contextualizados por nombres que nos acolchan, inspiran e incluso viajan hasta nuestro subconsciente. En Sun Yuan y Peng Yu encontramos restos del salvajismo del Saturno devorando a su hijo de Goya, pero también algo del descuidado pero estudiado aspecto de Mi cama de Tracey Emin; mientras que se asemejan a Zhang Huan en la utilización que dan a lo orgánico como soporte y en la carga social que le otorgan dentro del panorama chino. También está presente la performance insurrecta de Ai Weiwei, la crítica política de Santiago Sierra (Presos políticos en la España contemporánea, 2018) o la osadía de Damien Hirst, a quien le bastó con colocar un animal muerto en formol para reinventar la definición de arte.
Pero no son los perros, ni las máquinas, ni las esculturas hiperrealistas lo que hacen que Sun Yuan y Peng Yu sean quienes son. Al igual que tampoco es el tiburón lo que define a Hirst. Son sus ideas, su concepción del mundo, su perspectiva crítica con respecto a la vida. Obra tras obra, estos artistas chinos hablan de lo moral practicando lo inmoral, acercándose a lo infame para explicar los límites de lo ético. Como recitaba Lorca en Bodas de Sangre: “Porque me arrastras y voy”. Y hasta que no nos arrastran como público a un arte agresivo, a veces feísta y a veces doloroso, no nos hacen conscientes de la violencia de la vida.