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Galerista, coleccionista y editor, David Gill tiene un sentido afilado de la estética. Como su admirado amigo, el mecenas Edward James, o como Siegfried Bing, fundador y teórico del Art Nouveau, Gill siempre ha defendido el objeto como una creación que trasciende su propia funcionalidad. Solo hay que entrar en su recién inaugurada galería en el londinense barrio de St. James, para entender que las piezas que allí se exhiben son la alta costura del diseño.
Este zaragozano de formación exquisita se tras-ladó a la capital británica a principios de los años 70 para estudiar Historia del Arte, y ya no volvió. Después de especializarse en Arte Moderno y Diseño -una carrera que realmente no existía entonces-, empezó a trabajar en Christie´s, la famosa casa de subastas. Esto le permitió entrar de lleno en el mundo profesional del arte y aprender a manejar a la vez belleza y negocio. Dos conceptos que han sido una constante en su carrera y gracias a los cuales ha conseguido crear una sólida red de coleccionistas que confían en su criterio de marchand de design. No en vano, Gill ha editado a Marc Newson, Jaime Hayón, Tom Dixon o Ron Arad, entre otros.
David Gill.- Cuando llegué a Londres a principios de los setenta, lo primero que encontré fue mucha música y mucha fiesta. Londres siempre ha tenido un optimismo cultural y una creatividad muy intensa en pintura, arquitectura, escénicas… Y en ese momento había un movimiento muy fuerte. El punk se estaba gestando. Y mucho de lo que estaba pasando, ocurría alrededor de Christie´s. Porque Christie´s tiene una parte de cultura, pero también una parte de negocio. Es decir, la historia de lo que se está haciendo, pero también la historia de lo que se está vendiendo. Y con este ambiente vi en Londres un gran futuro creativo.
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David Gill tiene algo de visionario. Abrir en 1987 la primera galería dedicada al diseño, de algún modo cambió la percepción que se tenía de esta disciplina. Pero más que dignificarla o darle una nueva dimensión pública, que también, en su caso concreto, supuso además arroparla de un halo casi artístico y construirle un mercado. Estamos hablando de crear una influencia social, y de ser responsable de un efecto dominó. Tras él, otros galeristas han ido abriendo espacios de este tipo por Europa.
D.G.- Es cierto que fui el primer galerista en Inglaterra en prestar atención al contemporary design. Pero no creo haber influido en nadie. Sí creo que mi manera de trabajar tal vez haya animado a otros a continuar por esta vía. Solo he abierto nuevas visiones, a las que otros editores han aplicado su propia visión.
Todo esto nos lleva al debate sobre los límites siempre permeables entre arte y diseño. O lo que es lo mismo, entre esteticismo y funcionalidad. Viendo los nombres que conforman su catálogo, es fácil preguntarse dónde sitúa la frontera entre ambas disciplinas un hombre como David Gill, amante de lo bello y lo único.
D.G.- Para mí no hay fronteras. Si hablamos de creatividad, hablamos de arquitectura, de escultura, de arte y de diseño. Se trata de campos muy relacionados. Lo que ocurre hoy día es que hay una simbiosis muy fuerte entre ellos. En su diversidad, están ahora más vinculados que nunca. Y para mí es muy excitante la idea de esa conexión. Desde mi perspectiva, veo claro que proyectos como la Crater Table, de Zaha Hadid, o Frozen Tears, de Reiner Bosch, se encuentran en un territorio de nadie. Objetivamente es diseño: se trata de una mesa y una lámpara. Pero probablemente por su mismo concepto o incluso por los propios materiales, están en un espacio más vinculado al arte. Sin olvidar que hablamos de ediciones limitadas, que en nada tienen que ver con la producción industrial; ediciones pequeñas, relativamente costosas donde la preocupación por la estética está mucho más acentuada.
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Según Charles Eames, detrás de una silla, una mesa o una cómoda siempre hay un método de acción, una forma bien ejecutada, pero también una función clara y definida. Viendo el sofá Pyrenees de Fredrikson Stallard o las mesas-agua de Gaetano Pesce, surge la duda: de qué modo David Gill desviste de funcionalidad los proyectos que encarga.
D.G.- Para mí todo es funcional. Un mueble siempre cumple una misión al margen de su valor, de sus materiales, o del número de copias que existan. Y de hecho, si se daña también se repara. La diferencia tal vez se encuentre en cómo yo me planteo mi negocio: yo pretendo que mis clientes vivan cerca de una pieza bella, que interactúen con ella, y que la relación que establezcan con el objeto les explique la realidad de por qué se ha creado.
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En el anterior número de ROOM, el director de Edra, Valerio Mazzei, nos hablaba de la innovación como criterio fundamental a la hora de escoger a un diseñador para su firma. Un planteamiento cercano al que sigue David Gill, aunque para él sus designers han de realizar proyectos con mucha fuerza, con mucha individualidad, con vocación de permanencia, y radicalmente enfrentados a la tendencia.
D.G.- Busco a artistas que sean muy creativos, individualmente creativos. Y que sus trabajos sean muy personales, muy ambiguos, es decir: funcionales, pero no; que estén ligados al arte, pero no; que sean diseño; pero no. Aunque sin olvidar que detrás de una obra, por moderna que sea, siempre hay una tradición, una historia y unas raíces. Y eso me lleva no solo a financiar el objeto, sino también a implicarme como editor. Colaboro con los artistas, les sugiero formas y materiales. Mantengo con ellos un diálogo, que finalmente llevan a su propio territorio. De algún modo mi bagaje creativo sale fuera a través de estas colaboraciones.
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David Gill tiene una visión y tiene una certeza. Y el éxito comercial de su galería avala esa perspectiva. Gill ha sabido crear una línea editorial, un discurso estético que él mismo define como clásico del futuro: “piezas modernas que van a ser siempre buscadas, que van a estar siempre en la vanguardia, en las colecciones de esta época”, y que se basan en la edición limitada y en la conciencia de lo artesanal.
D.G.- Durante años lo artesanal estuvo despreciado frente a la tecnología. Ahora, sin embargo, recupera su valor. Porque cuando entra en acción la máquina y la producción masiva, el mueble se vuelve sintetizado y se aleja de esa idea del clásico del futuro. Por eso volvemos a lo numerado y a lo hecho a mano. Porque el trabajo artesanal es hoy un valor de vanguardia.
Vanguardia, belleza y procesos artesanales. Esas son las coordenadas con las que Gill sintetiza su propia poética. Una poética que mira de cerca a Siegfried Bing y a Edward James, y de los que de algún modo ha tomado el relevo en esa idea de fusionar el arte con la vida. Sin embargo, este galerista de origen español ha ido más allá. David Gill se ha convertido en el anfitrión que definitivamente ha invitado al diseño al banquete de las Bellas Artes.
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