Wim Wenders cumple ochenta años y los celebra mirando; no hacia atrás, sino hacia dentro y hacia lo que le rodea, con la calma obstinada del que entiende que ver es una forma de curación. Organizada por la Bundeskunsthalle de Bonn, la exposición W.I.M. – The Art of Seeing es un viaje por la mente polifacética de un artista que nunca se ha conformado con un solo soporte. En ella, el cineasta despliega también su faceta de pintor, fotógrafo, escritor, melómano y filósofo de la observación. Un artista total que ha hecho del acto de observar su religión portátil.
Wim Wenders: el viajero que filma con los ojos
Wenders In Motion (W.I.M.): así definen los comisarios esta inmersión sensorial que transforma la sala en una carretera interminable. En lugar de una cronología, la exhibición se abre como un relato visual hecho de películas, polaroids, dibujos, collages, guiones, cartas y canciones que sintonizan en una misma frecuencia. Todo converge en un recorrido que muestra la amplitud de su visión y la densidad de su pensamiento artístico. El visitante avanza acompañado por la voz del propio Wenders en una audioguía que opera como diario oral; un paseo por los recuerdos de un hombre que dice haber aprendido antes a mirar que a filmar. Pero su mirada no es la del turista ni la del documentalista, sino la de quien viaja para encontrar —o inventar— una ética visual.
En ese sendero infinito, se entrelazan sus obsesiones: los ángeles de Berlín, los viajeros de carreteras sin destino, los paisajes americanos donde el sueño se volvió pesadilla y, más recientemente, la quietud japonesa de Perfect Days. Cada elemento respira la misma fe: la coherencia de su obra enseña cómo el cine puede ser pintura en movimiento y un ejercicio de cuidado y comprensión de la realidad que nos envuelve.
Pintar con cámara, escribir con luz
Antes de ser director, Wenders quiso ser pintor. Y, de algún modo, nunca dejó de serlo. Las salas dedicadas a sus primeras piezas gráficas y fotográficas revelan a un joven obsesionado por aprender de los grandes maestros: Rembrandt, Hopper, Klee, Rothko, etc. En sus fotos, la geometría industrial del Ruhr convive con cielos de un romanticismo casi germánico, como si Caspar David Friedrich hubiera aprendido a usar el obturador.
Esa herencia pictórica permea también sus películas. Lo apreciamos en los encuadres fijos, la luz oblicua, la lentitud hipnótica. En una sección dedicada al “3D como extensión de la pintura”, Wenders explica que la tecnología solo le interesa cuando permite “hacer algo que antes no se podía hacer”. En Pina y Anselm el espacio se torna respiración y el espectador se disuelve irremediablemente en él. Lejos del truco fácil, la tridimensionalidad es una apuesta deliberada por la presencia.
La banda sonora del mundo en la Bundeskunsthalle
Si la imagen fue su religión, la música asumió su liturgia. “Ver con los oídos”, dice Wenders, y basta recordar los acordes de Ry Cooder en Paris, Texas para entenderlo. En Bonn, su universo sonoro ocupa una sección dinámica donde Lou Reed, Patti Smith, Nick Cave o Bono aparecen como cómplices de una misma búsqueda. Sus películas palpitan al ritmo de rock, blues y fado, y en esa mezcla se escucha su biografía entera: el niño de posguerra salvado por el rock ’n’ roll, el joven europeo fascinado por la América mítica, el hombre maduro reconciliado con la quietud oriental. Su cine —y ahora su exposición— funciona como una partitura visual, donde cada nota es una imagen y, cada pausa, un momento de reflexión.
Curiosamente, lo que vuelve magnética esta muestra no es la nostalgia, sino la vitalidad. Alejado del museo-mausoleo, The Art of Seeing convierte a Wenders en un contemporáneo inconformista. En su archivo —repleto de guiones, cartas, dibujos y cámaras antiguas— la memoria cobra nueva vida. Su fundación, creada junto a Donata Wenders, continúa esa tarea de preservar y transmitir el acto de ver a nuevas generaciones, como quien enseña a respirar. Ese legado se materializa en la instalación inmersiva concebida por el propio Wenders, un ambiente envolvente donde fragmentos de Wings of Desire, Paris, Texas o Until the End of the World se proyectan sobre muros de ocho metros de altura. Un collage sensorial que evidencia la fragilidad de la visión.
Bajo la sombra de cegueras digitales calamitosas, Wim Wenders sigue recordándonos que ver no es consumir imágenes, sino aprender a acomodarlas en la memoria. Su “arte de ver” se define, al fin y al cabo, como una filosofía de la atención; una invitación a observar el mundo como si fuera la primera vez. Y, quizá por eso, su obra no envejece, porque en cada fotograma y fragmento sonoro late la certeza de que mirar equivale a descifrar el conocimiento oculto de lo que nos rodea. Wenders cumple ochenta años y continúa enseñándonos a mirar con verdadera devoción.
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