Retratos, naturalezas muertas y espacios abiertos. Estas son las temáticas de las que se alimenta el artista y fotógrafo Richard Learoyd. Líneas argumentales que tienen en común la atemporalidad y descontextualización que comparten, así como la unicidad de sus fotografías por el tipo de cámara utilizada y las referencias artísticas de las que bebe.
Inglés nacido en los años sesenta, Richard Learoyd hace de sus imágenes algo fuera de la norma actual. El laborioso trabajo de preproducción parte de retratar a sus modelos y los objetos que utiliza con una cámara oscura del tamaño de una habitación. Esta estaría conectada por un objetivo a otra estancia en donde se dispone la escena. Con este la técnica de la cámara oscura –ya conocida en el Renacimiento- las copias son impresas directamente por la luz que atraviesa el objetivo sin necesidad de negativos. Son, por tanto, copias únicas que eliminan de un plumazo la múltiple reproducción de la fotografía como la conocemos hoy. Terminada la exposición, y tras unos dieciocho minutos de positivado, si algo ha fallado, hay que repetir el disparo.
La morfología de la obra de Richard Learoyd conlleva una calidad de imagen que cautiva. Detalles minuciosos y una reproducción de atmósferas y colores sorprendentes atrapan al espectador, inconsciente tal vez del proceso que hay detrás. Hablamos de imágenes que parten de la más decimonónica y tradicional ejecución para captar la luz; y que nos hacen recordar pinturas del renacimiento, de los prerrafaelistas o del propio Ingres, por la luz, por los ambientes y, por supuesto, por los objetos, los animales y las expresiones estudiadas de los personajes retratados. Una pequeña revolución en un mundo absolutamente digitalizado donde la imagen –y su consumo masivo- lo es todo (usar y tirar). Y donde mantener la atención más allá de la mirada fugaz en un móvil es prácticamente imposible.
Precisamente en un momento de crisis sanitaria global como el actual -con el confinamiento obligatorio de la población-, el silencio y el estatismo se extienden como un manto invisible. En este enclaustramiento social, estamos obligados a sondear lo espiritual. A escucharnos con una atención olvidada. Es interesante comparar esta situación con la representación emocional que encontramos en los encuadres de Richard Learoyd. En ellos, el tiempo parece detenido. Días sin nombre. Es ahí donde reposan, taciturnos, unos individuos ingrávidos, solitarios y rodeados de un silencio que nos cuesta asumir en esta cuarentena planetaria.
Richard Learoyd consigue provocar una respiración tan íntima como el aura que los envuelve: esos espacios descontextualizados, esos no-lugares sin referencias. Igual ocurre en sus naturales muertas, donde los cadáveres de diferentes animales son colocados en posturas que los transforman en algo diferente a lo que fueron. Lo que nos hace recordar vagamente las piezas oníricas de Joel Peter Witkin.
Los derroteros de Richard Learoyd ya se han abierto a otras experiencias fotográficas al haber creado una cámara oscura de grandes dimensiones que puede ser remolcada por un coche. Lo que le permite seguir trabajando con esa técnica en espacios abiertos. E.E.U.U., Europa del Este o incluso Lanzarote son algunos de esos lugares donde ha clavado la mirada. En definitiva, una experiencia visual de la que podremos disfrutar si las restricciones derivadas de la pandemia actual lo permiten. Su obra seguirá colgada de las paredes de la Fundación Mafre en Madrid hasta el 24 de mayo, aunque, probablemente, esta debacle global nos hará mirarla de un modo muy diferente.
