La ciudad que abrazó hasta los huesos a Miró y a su compleja obra ha reconstruido su nueva identidad urbana a base de una estimulante y paradójico cóctel: contemporaneidad y piedra.
Si se sintetizara la capital balear en una maqueta de edificios, el taller que en 1956 proyectó José Luis Sert para su amigo Joan Miró a las afueras de Palma seguiría siendo la construcción más rabiosamente moderna. No obstante, y sin ningún icono mediático que discuta el reinado de este espacio y de su museo —de Rafael Moneo—, la ciudad se ha convertido en un ágora fundamental para la creatividad actual. ¿Cómo? Con la reconversión de su herencia medieval en centros de arte.
El verdadero emblema de esta metamorfosis es Es Baluard, una fortificación gótica que en 2004 culminó su transformación y que se disfruta en dos partes. La primera, entrando en sus inmensas salas compactas repletas de obras de Uslé, Rusiñol, Vasconcelos o Arroyo, todas provenientes de varias colecciones privadas de la isla y de sus diferentes instituciones. La segunda, paseando por sus recovecos exteriores, donde asoman grandes esculturas de Calatrava y Oteiza. Este diálogo entre épocas es el mismo que explica que en la inmensa catedral haya una capilla, la del Santísimo, intervenida por Miquel Barceló con sus arrebatos expresionistas de cerámica y pintura. O el que justifica que en Casal Solleric, una antigua mansión barroca, las intervenciones más disruptivas irrumpan en la armonía de su patio.