Son tiempos extraños para la curiosidad. La cotidianidad está en un proceso de cambio hacia caminos más solitarios y seguros; aunque busquemos atajarla y regresar a la costumbre, siempre aparece una nueva norma que restringe todo lo que hemos sido. No sé en qué punto podrá asentarnos esta nueva era, pero en una ciudad como Madrid, tan llena de sombras estos últimos meses, el hecho de abrir una puerta a lo secreto arroja luz donde antes no se veía nada.
Dicen que la historia tiende a transformar el pasado en algo que reluce, por eso se acude con frecuencia. Quizás esta sexta edición del evento arquitectónico Open House Madrid haya sido un portal hacia el ayer, una pequeña pausa dentro de la vorágine en la que estamos inmersos. Lo único que comparto con mi yo previo al confinamiento es el afán por los paseos largos, en los que las ideas llueven a golpe de suerte; y el reencuentro con mi perfil flâneur en palacios, museos, estudios y edificios emblemáticos ha sido una casualidad y una cura. Mi único deseo en esta aventura era sumergirme en lo inesperado, olvidarme del hoy y encontrar una tríada de espacios que, aun diferentes entre sí, pudiesen dialogar conmigo desde tres vértices distintos: el movimiento, la quietud y la introspección.
Artesonado y plasma
No fue azar que mi primera parada fuese la Casa-Palacio del Duque de Alba, actual sede de TeamLabs, donde la fachada de corte clásico esconde la practicidad de un laboratorio de aprendizaje radical. Era de esperarse que los artesonados de madera y los techos decorados con frescos de Baco estuviesen echando un pulso contra pantallas de plasma y anamorfosis con mensajes de aliento. En esta escuela, el wifi se oculta entre ropajes pesados, y andar por sus estancias— bautizadas con el nombre de mujeres—plantea una tregua entre siglos. Quién sabe si el fantasma de Pedro de Médici vaga cabreado por sus pasillos preguntándose por qué ningún aula tiene también una placa en su honor.
Tiempo detenido
Tras el asombro de la fusión, necesitaba la calma y respirar el polvo que pende de chandeliers realizadas en cristal de Baccarat. El Palacio de Fernán Núñez, escenario de incontables reuniones de la nobleza española—ahora útil en otros aspectos— era el alto en el camino que podía satisfacer mi lado más armonioso. La sobriedad de su exterior y su correcta simetría nada tienen que ver con su interior elegante y versallesco. Salas decoradas con el mejor estuco, mobiliario imperial en cada dormitorio, dorados y altorrelieves hasta en el rincón más angosto.
El tiempo decidió detenerse más allá de los relojes. Imagino los bailes de disfraces celebrados en sus salas más icónicas, las risas traviesas de Isabel II sentada en su sofá predilecto y el cuarteto de cuerda tocando las piezas del momento. Quizás fuera de esos mundos dormidos, en el peso del silencio todavía exista una melodía que acompañe a quien esté dispuesto a abandonar el presente.
Ser más osados
Al merodear por estas grandes casas de época pensé que el riesgo es algo que pocos se atreven a poner en práctica, que lo convencional es lo seguro. Sin embargo, existen valientes con ansias de romper los esquemas desde su yo más profundo. Mi última estación, la Fundación Fernando Higueras, se proyecta como un rascainfiernos, un agujero en la tierra desde el que mirar el cielo, no como algo inalcanzable, sino como algo hacia lo que impulsarse.
Una vez dentro de su búnker, la entreplanta nos exhibe gran cantidad de libros y útiles del arquitecto madrileño— si no fuese una visita guiada podríamos sentir que estamos en pleno allanamiento—. Asimismo, la entrañable escalera de caracol, como puerta a la madriguera de un extraño ser, nos conduce a un espacio abierto y diáfano en el que no hay muros, solo luz; y la hamaca, en mitad del lugar, nos advierte de que allí surgieron ideas que cambiaron el rumbo de la arquitectura moderna. Ojalá con el hecho de tocarla pudiésemos sentir la magia del genio y volver a nuestros días siendo más osados.
Desde la neutralidad de las calles madrileñas, paseo con la sensación de haber viajado por los años. Solo la presencia de mascarillas me hace recordar que sigo en un momento difícil. Me resisto a abandonar lo que Open House Madrid acaba de mostrarme, pero el tiempo no corre con el mismo sosiego que en los edificios. En este extraño siglo, la noche cae, la ciudad agoniza y yo no tengo más remedio que volver a casa.
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