Más allá del perfil neobarroco con el que se le identifica, Mattia Bonetti es un sutil artífice de la forma. Un cuidadoso inventor de objetos nacidos de una imaginación, más que desbordada, ensoñada. Frente a la producción industrial, Bonetti se mueve en la edición limitada, en ese espacio minoritario donde conviven procesos artesanales, lujo y esteticismo. Lejos de los entornos comerciales, su hábitat natural es la galería de arte.
Originario de la Suiza italiana, Mattia Bonetti es un diseñador atípico. No tiene una formación como tal. No trabaja para grandes firmas. No se preocupa por la producción en serie. Ni siquiera piensa en términos de ergonomía o usabilidad. Como ocurría a los creadores del Art Nouveau, su concepto del diseño se encuentra más cerca de la estética que de la estricta funcionalidad. Amigo personal del galerista David Gill, con él comparte esa visión del objeto como algo permeable y fronterizo.
Su historia es básicamente parisina. Tras formarse en Italia en el campo de las Artes Aplicadas, desde los veinte años vive en la capital francesa. Al llegar dedicó su tiempo a múltiples tareas relacionadas con la moda, la publicidad y la fotografía artística. Y justamente ese fue el punto de partida para el Bonetti que conocemos hoy: comenzó ambientando sus imágenes con escenografías hechas de barro, cartón, madera o pintura. Esas labores artesanales lo llevaron a interesarse por crear pequeños objetos y, más tarde, muebles. Aunque tal vez esa afición naciera cuando acompañaba de niño a su madre a Londres para visitar tiendas de anticuarios. “Soy autodidacta. No soy arquitecto, no he estudiado diseño y nunca me he planteado las cuestiones que proponen los profesores: ni ergonomía, ni implicaciones sociales ni todo el soporte conceptual que un estudiante podría aprender en una escuela… He sido siempre muy libre y mi actitud ha sido la de un artista sin imposiciones. ¿Esto está bien o mal? No me preocupa”, afirma al otro lado del teléfono desde la ciudad del Sena.
Extravagancia y procesos artesanales
De voz suave y conversación generosa -todo en él es elegante y cordial-, a sus 62 años reconoce que pertenece a una generación que no ha aprendido a manejar el ordenador. De hecho, se manifiesta bastante refractario a su uso. “El dibujo es mi punto de partida. Me siento mucho más libre y consigo expresarme mejor. Trabajo sobre papel con un lápiz negro o rojo, y suelo pasar mucho tiempo creando cosas que no tienen por qué tener utilidad”. En este proceso, su asistente se encarga de transformar digitalmente los objetos surrealistas y extravagantes que traza sobre la hoja en blanco, aunque parte de sus proyectos surgen también de maquetas y prototipos hechos por él. “Yo modelo bastante bien el barro y mi asistente, el poliespán, así que de un modo u otro conseguimos ejecutar el inicio. En la medida de lo posible queremos tener el control de todo, porque me gusta el detalle y son nuestras manos las que dan el toque final”.
Y es aquí donde entran en acción los artesanos y los pequeños industriales gracias a los cuales puede llevar a cabo esta alta costura del diseño. Se trata de profesionales que él elige por simpatía, por habilidad y, sobre todo, por la confianza en ellos y en su compromiso. Habla con afecto de su gente. “En general soy muy fiel a mis colaboradores. Cuando trabajo bien con alguien, lo hago durante mucho tiempo. Uno de mis herreros lleva conmigo 30 años. Hay una fidelidad y una comprensión mutua absoluta, y eso es una satisfacción”. En el proceso de realización y organización de sus piezas participan entre tres o cuatro artesanos. Algunos en Francia o en Suiza, y otros en Italia, Inglaterra, Austria, Madagascar, China, EEUU o incluso India. Con todos mantiene una conversación constante, un hilo de interpretación que hace que no siempre sean necesarios los aviones para constatar si se ha hecho lo que quería.
Vanguardia para minorías
¿Qué ha de tener una propuesta para triunfar en el mercado? Bonetti no tiene la receta, aunque sabe que mucho de ese éxito se basa en el apoyo “extremadamente mercantil, en los millones en publicidad que gastan algunas marcas”. El suyo, en cambio, es un ámbito reducido de clientes que básicamente son coleccionistas de arte contemporáneo. En este sentido, se siente orgulloso de haber hecho siempre lo que ha querido aunque esto implicara “ir un poco en zigzag en mi carrera, sin una verdadera continuidad”. Y lo cierto es que aunque los materiales que utiliza son siempre los mismos, cambia constantemente el modo de expresión. Ninguno de sus objetos se parece. “Pero esto no es lo más adecuado comercialmente hablando -insiste-. Todos sabemos que la repetición es lo que mejor se paga. La gente se rodea siempre de las mismas cosas porque la novedad es algo que da miedo y que requiere más tiempo de asimilación. Ha habido muchos momentos en mi carrera en los que habría podido elegir ser más grande, aceptar proyectos más importantes o de mayor volumen. Pero siempre he elegido permanecer pequeño. Después de muchos años, sigo en un pequeño estudio, con una oficina pequeña, en una pequeña calle de París”.
Y la verdad es que abruma la sencillez de alguien que tiene obra en el Centro Pompidou, el Victoria & Albert Museum o el Cooper-Hewitt National Design Museum de Nueva York. Alguien que consiguió fama ideando locales como el nightclub Le Palace (1978), o el packaging de Nina Ricci (1992), y cuyos muebles se venden casi exclusivamente en galerías de arte.
Justamente, el vínculo con estos espacios artísticos es una de sus grandes bazas. Desde la primera exposición con Elisabeth Garouste, su expartner profesional, Bonetti mantiene una larga relación con la Galerie Italienne de París, con la Paul Kasmin Gallery de Nueva York, pero especialmente con la londinense David Gill Galleries, donde exhibe desde 1988. “David Gill y yo tenemos la misma edad. Somos como niños que hemos crecido juntos y juntos hemos hecho el mismo camino. Siempre estoy abierto a sus sugerencias porque sabe qué piensa el público”, afirma con ironía el autor de obras rigurosas, expresivas y contundentemente físicas como la mesa Bubblegum (2014), el armario Organ (2011) o las cómodas St. Petersburg (1999) y Polyhedral (2004). Hablamos de creaciones en las que conviven vanguardia metálica y una mirada sutil al discurso vegetal del Art Déco. Creaciones excéntricas en su sentido etimológico, es decir, alejadas del centro oficial y concebidas en las periferias del diseño. Utilizando las palabras del propio David Gill, hablamos de piezas ambiguas: “funcionales, pero no; que están ligadas al arte, pero no; que son diseño, pero no”.
Fotos cedidas por: David Gill Galleries (Londres), Galerie Italienne (París) y Paul Kasmin Gallery (Nueva York)