Casi medio siglo después de su estreno, Kontakthof sigue sacudiendo con la misma intensidad. No porque sea una reliquia bien conservada, sino porque escarba en las tensiones humanas con implacable crudeza. Representada a finales de junio en el Teatro Real de Copenhague, dentro del marco del festival København Danser, los intérpretes del Tanztheater Wuppertal ensayaron una danza como si estuvieran en una audición o en una sala de baile. Una coreografía dentro de otra coreografía: un artificio dentro del artificio mismo que compone la realidad.
Pina Bausch: la seducción y el abandono
¿Qué reglas, máscaras y miedos se activan cuando varias personas deben establecer contacto en un mismo espacio? Vigente en su retrato incisivo de los conflictos de cortejo y las costumbres sexuales, este experimento escénico aborda los rituales del flirteo y la seducción, entremezclando lo cómico con lo incómodo en las miserias del apareamiento. Marcada por su aura dual de club social y clase de danza, Kontakthof transcurre en un salón de baile alemán de principios del siglo XX, con su piano, caballito de feria, sillas, micrófonos y estética kitsch sobria y melancólica.

A medio camino entre casting, escaparate y subasta de ganado, el ritual de presentación convierte cada cuerpo en mercancía. Pero lo que parece una introducción jocosa se torna enseguida un espejo siniestro que refleja cómo nos desfiguramos en la búsqueda de afecto. En Kontakthof, el contacto humano es deseo incontrolado y fuente de frustración. La emoción verdadera brota más del fracaso del encuentro que de su consumación.

Eminentemente teatral, la pieza despliega una veintena de intérpretes que encarnan con precisión coreográfica y potencia expresiva la perversidad del anhelo de conexión. Bausch transfigura el lenguaje cotidiano del comportamiento social en materia escénica. La primera parte orbita entre la broma y la ferocidad. La coreografía grupal de “caderas quebradas” posterior a la presentación da paso a las maldades entre parejas que se suceden entre escupitajos, pellizcos, nalgadas y otras perrerías encubiertas en una tensa cordialidad.

El ritmo fragmentado de Kontakthof oscila entre histeria, ralentización y delirio. Es la clásica circularidad del Tanztheater Wuppertal —ecos, bucles y loops—, sello inconfundible de la compañía. En una batalla de sexos, hombres enajenados avanzan sentados hacia mujeres histriónicas que los cortejan desde la otra pared. Le siguen un desnudo integral en clave de seducción desde esquinas opuestas, una danza coral circular, un orgasmo fingido, un ataque de risa mortal, un desfile de máscaras, dos niñas que ya fantasean con los bailes de juventud… Como siempre, el primer acto culmina con una escena apoteósica: el relato simultáneo de una cita. Los intérpretes narran —cada uno en su lengua— lo ocurrido, mientras un micrófono amplifica, una por una, sus voces, sin que el resto deje de hablar. Es la efervescencia multicultural del elenco en todo su esplendor.

Kontakthof. Entre el apego áspero y el afecto doloroso
Así se desarrolla Kontakthof. Cualquiera que haya intentado “gustar” se reconocería en esos gestos de autoexhibición desesperada. Con su típico rigor analítico, Bausch descompone el acercamiento entre dos personas, diseccionando códigos de género, dinámicas de poder y roles de seducción. Es danza-teatro, sí, pero también una performance social que recuerda que el contacto es tan ansiado como temido. Las relaciones entre hombres y mujeres aparecen como un juego de tensiones: deseo, rivalidad, dependencia, ternura, violencia… La mezcla de afecto y agresividad resulta inquietantemente familiar, como si no se pudiera amar sin lastimar. El límite entre deseo y dominación se vuelve tan difuso como reconocible.

Cargada de evocaciones, la palabra alemana Kontakthof alude tanto a un lugar de encuentro como a un ambiente donde se negocian afectos y deseos en nombre de la prostitución. Estrenada en 1978, la obra no ha perdido fulgor. Las tensiones que plantea —la necesidad de contacto, la puesta en escena del yo, la lucha por el reconocimiento— siguen tan vigentes como antaño. En este campo de batalla entre la unión y el miedo al rechazo, Bausch propone una mirada lúcida y empática sobre los vínculos afectivos. A través de una estructura deliberadamente antinarrativa, nos ubica en un terreno pantanoso donde lo íntimo se vuelve público y, lo social, espectáculo.

La cruel ternura de Pina Bausch
El Tanztheater Wuppertal avanza en su secuencia de rituales componiendo un catálogo de movimientos que simulan el acercamiento. Como es habitual, la música —tangos de Juan Llossas y clásicos del swing alemán de los años veinte— actúa como contrapunto emocional. La ligereza melódica contrasta con la dureza de ciertas escenas, generando un extrañamiento brechtiano. En esta sucesión de tentativas sin coherencia narrativa, cada acción está impregnada de una rara mezcla de deseo, vergüenza y necesidad de aceptación. Entre sátira y ternura, Kontakthof nunca pierde intensidad; transita por el humor absurdo, la tristeza muda y la desolación.

Como de costumbre, la imprevisibilidad y el contenido se deslizan fuera de los márgenes de la razón. Así se constata al principio del segundo acto, cuando el Ballhaus se transforma inesperadamente en un cine que proyecta un desconcertante documental sobre el apareamiento de patos. Más adelante, una imagen perturbadora expone a once hombres que consuelan a una niña que acaba de perder su inocencia: una de las viñetas memorables del show. Otra es el hilarante baile diagonal que parodia con mordacidad la rígida enseñanza académica de la danza. Como en trabajos posteriores de Bausch (Água o Vollmond), aflora el instante mágico y efímero del armisticio: las parejas bailan abrazadas en la penumbra y se dejan retratar, complacidas, por un fotógrafo ambulante. La misma danza circular del primer acto anuncia el final.

Kontakthof funciona como un laboratorio social donde las expresiones se aíslan y amplifican hasta volverse grotescas y devastadoras. En este ensayo del deseo dentro del deseo mismo, el Tanztheater Wuppertal entrelaza capas de representación con la misma precisión con la que desenmascara los códigos sociales que rigen nuestras relaciones. Hay piezas que se desvanecen con el tiempo y otras que siguen conmoviendo cinco décadas después de su creación. El tiempo pasa; Kontakthof, no.

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