El lenguaje de Emmanuelle Moureaux no es el francés del país que la vio nacer ni el japonés que tuvo que aprender cuando se instaló en Tokio, sino el configurado por las 100 tonalidades bidimensionales con las que construye sus obras. Su porfolio se recoge bajo el término shikiri, que en su acepción tradicional alude a los paneles móviles de papel, pero cuyo grafismo ha alterado la arquitecta para añadirle un matiz: dividir el espacio con colores.
El lenguaje de Emmanuelle Moureaux no es el francés del país que la vio nacer ni el japonés que tuvo que aprender cuando se instaló en Tokio, sino el configurado por las 100 tonalidades bidimensionales con las que construye sus obras. “Cuando vi el paisaje urbano de Tokio, fue como si observara los colores por primera vez. Parecían flotar, como capas. Sentí tantas emociones en esas dos horas que decidí mudarme allí. Después, opté por utilizar el cromatismo como diseño, de modo que la gente pudiera experimentarlo igual”.
Su porfolio se recoge bajo el término shikiri, que en su acepción tradicional alude a los paneles móviles de papel, pero cuyo grafismo ha alterado la arquitecta para añadirle un matiz: dividir el espacio con colores. Esta distribución no se hace por medio de la materialidad, sino mediante la sutileza de un pequeño fragmento de papel que, unido a otro —y así sucesivamente— genera una red volumétrica en la que la transparencia y el degradado cromático originan puntos de vista únicos. Una superposición de estratos verticales que nos traslada de lo bidimensional a lo tridimensional.
Trabajando con planos alineados hay otra fuerza que pasa a formar parte del conjunto: el movimiento, no solo producido por el viento como en 100 colors no.3, sino, también, por los visitantes. “Para mí es importante que la pieza se mueva, que respire como si estuviera viva. Intento crear instalaciones inmersivas, que la gente sienta con todo su cuerpo”. Esta ondulación se percibe de manera clara en Universe of Words, donde 140 000 hiraganas de papel evocan la tradición nipona de Tanabata, en la que se escribe un deseo y se fija a una rama de bambú para que el viento lo meza. Un mar de palabras teñido con un degradado de 100 tonos. Un bullicio que no oímos, pero que habla directamente al alma. “Cuando comienzo un proyecto, la única condición que le pongo al material es que sea capaz de obtener la belleza del pigmento.”
En Slices of Time, el color adopta un grado de temporalidad. Inspirada en el meridiano de Greenwich, el montaje simboliza el pasado, el presente y el futuro a través de 168 000 pequeños números que constituyen 120 “rebanadas” de tiempo equivalentes a 120 años. Colgadas en el espacio, 100 se tintan con su característica gama para representar los años venideros y los 20 restantes se visten de blanco para marcar los últimos vividos. “Mis instalaciones se componen de cientos o miles de módulos perfectamente alineados que crean un infinito de capas. En un mundo ultradigital, mis propuestas son ultraanalógicas. Requieren gran cantidad de tiempo, sin un milímetro de diferencia”.