En el teatro de La Abadía, Rodrigo García engendró un terreno de juego; un lugar desamparado e iniciático sobre la moqueta de un salón cualquiera donde, tumbados en un puf, se entretenían los protagonistas de Cristo está en Tinder.
Biología comprimida en el Teatro de la Abadía
¿Una nueva generación? Tal vez casi un mundo inaugural en el que la condición humana cambia de forma: de mitocondrial y muscular a mecánica. Un ciclorama donde se construye la imagen del otro a partir de un número de señales y píxeles. Y donde, además, somos capaces de encariñarnos con ese conjunto específico de signos digitales. Por eso, tal vez haya algo de despreciable en todo esto. Algo de repugnante e incómodo al agarrar toda la biología y comprimirla en un conjunto reducido de imágenes y efectos de sonido. Y todo para que otro sujeto, al otro lado, pueda recogerlo y recomponer la escena pixelada, asumiendo que ese es el único camino de llegar al otro.
A propósito del simulacro que ha traído Rodrigo García al Teatro de La Abadía: ¿Cómo se intima con una máquina? ¿Cómo se sostienen y alimentan las relaciones humanas digitalmente? En este estado virtual, vemos que es muy probable que la personalidad comience incluso a florecer conectándose online, como el deseo o el placer, ya que siempre hay un cuerpo implicado en algún sitio, aunque sea imaginario.
El desafío lingüístico de Rodrigo García
Este paraje genésico cuenta con un trío de intérpretes extraordinarios: Carlos Pulpón, Selam Ortega y Elisa Forcano, acompañados de un músico, Javier Pedreira, y de Tito, un robot mecánico. Sin ir más lejos, este animal autómata es una prueba de que, a pesar de su naturaleza electrónica, puede desempeñar todas las funciones de un perro vivo. Y, según parece, sus pasos van acompasados de un ritmo que indica cómo el robot canino por poco efectúa algún tipo de competencia motora compleja del cerebelo.
Esta inquietud de desmontar un universo que ya venimos conociendo bordea la incorrección y atraviesa la palabra, el sonido, el código y el esqueleto de la obra. Es inmediata, aparentemente improvisada e impredecible. Desafía el lenguaje, lo desmantela para proponer y cuestionar despiadadamente nuevas maneras de comunicación. Incomoda la pantalla, incomodan los cuerpos. Esta sensación de extrañamiento se estira hasta el espacio sonoro, donde el “ruidismo” pone en duda la simetría previsible del pop.
Como el protolenguaje de una nueva era llena de eslóganes y breves reflexiones sobre el amor, el matrimonio, el sexo, la nutrición, la educación o la política; que tensan y desconfían del «buenismo» o la autoayuda. Y todo ello retratado por voces polimórficas de playbacks endemoniados, de personalidades múltiples, de cíborgs que conforman sujetos tecnosociales. Quizá sea el comienzo de la incorporación de una moral personal en la tecnología.
Voces y deseos en código extraño
Lo múltiple se presenta en esta performance como el hallazgo de las redes informáticas, un intrincado de voces y deseos dentro de un solo cuerpo físico que se alarga y se propaga por la red. Estos individuos viven como turistas del propio paisaje anatómico-digital. Se hacen raros para sí, extravagantes, son alienígenas en casa experimentando una especie de safari o turismo interior.
Rodrigo García radiografía este mundo nuevo —que corre a la velocidad de la luz— propulsado por las nuevas generaciones y extraños códigos de comunicación. Estos jóvenes hablan palabras ajenas y tienen sueños ajenos. De este modo, deambulan entre el ensayo insolente, una conversación delirante por Tiktok o el pasatiempo de los Reels.
Así, los tres amigos, el mundo nuevo y hasta Cristo están en todas partes: en Tinder, Instagram, Twitter… empujando a la diseminación, multiplicándose, ampliándose generosamente por internet. Al parecer, estos seres telemáticos deben quererlo todo —o estar obligados a tenerlo todo— porque ese cuerpo engorda en dispersión, se hincha y se desmiembra. Un ojo allá, otro donde la boca y la boca donde las cookies o el software, hasta ocupar la inmensidad y tragársela. ¡Qué remedio!
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Carlos Pulpón, Selam Ortega y Elisa Forcano, acompañados de un músico, Javier Pedreira, y Tito, un robot mecánico.