Cuando yo estudié arquitectura, finales de los noventa, principios del dos mil, el posmodernismo –o posmodernidad- se veía en historia con un enfoque estético y se obviaba en la mayoría de cátedras de Proyectos, más próximas al modernismo. Nuestras creaciones ficticias debían adaptarse al entorno, pero bien podían estar en cualquier sitio, cualquier momento, cualquier época, sirviendo al hombre para cambiar el mundo. Vidrio, acero y hormigón en una concepción universal, eterna. En pleno final del boom patrio del ladrillo seguíamos proyectando con la idea de un crecimiento económico continuo que brinda educación, sanidad, vivienda pública; seguíamos salvando a la humanidad de sus gustos estéticos errados; proporcionábamos una suerte de solución única y perfecta a todo problema.
Nunca me contaron que el posmodernismo era otra cosa que un movimiento estético. Estábamos en pleno apogeo del vilipendio a esa corriente de pensamiento, ese sentimiento. Había que leer a Venturi, por si acaso, por no resultar negacionistas.
Pero no nos hablaron del contexto socio político. Del fracaso de la arquitectura, que no era arquitectura posmoderna, era modernista, en arreglar el mundo por si misma tras la II Guerra Mundial. Ni de los gustos del público, inculto, por otra cosa más allá del ángulo recto. El neoliberalismo se asentó y la respuesta liberal de la arquitectura -entiéndase aquí liberal como libertad de significado, identidad, expresión- fue la de la complejidad, el desorden, la contingencia. Se rompían las jerarquías, los órdenes establecidos, se celebraba lo marginal, lo desechado.
A través de un uso del color, de la historia, del ornato, de la descomposición de la unidad, las referencias y las meta referencias, los arquitectos daban a sus clientes edificios para una época. Conceptualmente no eternos, abrazando la idea de ruina de manera literal en muchos casos. Eran las décadas de los 70 y 80, del individualismo liberal frente a socialismo previo redentor o al capitalismo optimista.
Owen Hopkins, escritor, historiador, comisario -antes en la Royal Academy of Arts en Londres y ahora en el Sir John Soane’s Museum-, acaba de publicar en Phaidon el libro Less is a Bore. Muy interesante compilación de más de 200 ejemplos de arquitectura posmoderna –o posmodernista- de todo el planeta y de todas las décadas. Llegando hasta ahora mismo. Planteándonos que esta sensibilidad, esta forma de entender la arquitectura, nunca se marchó.
Si Robert Venturi ya nos decía que siempre estuvo ahí -en Soane sin ir más lejos-, ahora Hopkins mantiene, con ejemplos y palabra, que sigue presente. Reivindicada por nuevas generaciones de arquitectos que buscan en el eclecticismo una ruptura con la actitud sosa establecida. El nuevo orden económico, la cuarta revolución industrial y la sociedad líquida tienen una traslación en el difuminado de las realidades digitales y físicas, en los nuevos modos de trabajo postdigital, de automatización, compartidos. Tal vez la arquitectura posmoderna vuelva a dar respuesta -que no solución- a nuestra época. Habrá que esperar para saberlo.