En una breve reseña dedicada a un libro sobre los orígenes de Europa, la poeta Wisława Szymborska imagina la arqueología como una especie de diosa. De ella nos dice que es codiciosa, porque ansía tener todo lo que pueda quitarle al tiempo de la boca. Y también que hoy es una venerable matrona que sabe aguardar el momento adecuado para encontrar, salvar y admirar las trazas de lo perpetuo.
A partir de las consideraciones de esta escritora polaca puede interpretarse Archeopark, el museo arqueológico de la ciudad checa de Pavlov, diseñado por los arquitectos checos Radko Květ y Pavel Pijáček. O incluso, viendo su estructura, podemos relacionarlo con la noción de presente eterno de Sigfried Giedion cuando habla de «la fusión del hoy, el ayer y el mañana».
Una serie de volúmenes monolíticos puntúan el territorio bajo el cual se encuentra este centro. Marcas contemporáneas para señalar el enclave donde hubo un asentamiento humano en el paleolítico y que otorgan, asimismo, una especial dimensión al espectacular entorno natural, dominado por colinas.
Estos volúmenes de hormigón blanco, como grandes rocas de piedra caliza, se hunden en la tierra, penetrando hacia las profundidades para abrir ámbitos que los arquitectos concibieron metafóricamente como cuevas. Un espacio subterráneo que reconvierte en un museo de 500m2 el que durante mucho tiempo ha sido uno de los yacimientos arqueológicos más importantes de Europa.
La impresión poderosa y severa del interior es sugerida por el uso rígido y minimalista del hormigón, el cristal y la madera de roble, que enfatizan la parquedad con que los objetos son mostrados, para no eclipsar su fuerza. Pasillos que van estrechándose, antítesis geométricas y claraboyas buscan generar en el visitante una inmersión física y sensorial que le haga reaccionar con asombro ante lo expuesto: herramientas de piedra y hueso, objetos de uso cotidiano, así como restos humanos, acompañados por el relato de las excavaciones que fueron realizadas en el lugar.