Dicen las malas lenguas que el artista británico Anthony James es el discípulo de Damien Hirst. Una equiparación a la que uno puede llegar fácilmente si compara la vitrina del creador del “tiburón de un millón de dólares” con KO: la de la pieza que el artista que nos concierne creó en 2008. Por aquel entonces, Anthony no raptó ningún ser vivo, pero sí que quemó y destrozó un Ferrari 355 Spider, por supuesto en concepto de performance. Desde luego, señalar ese coche poniéndolo entre cuatro cristales y en el centro de una sala, le situó en el mapa de los artistas conceptuales de la contemporaneidad. Más tarde, sin embargo, ha ido cambiando su lenguaje artístico hasta acercarse al minimalismo.
En la obra que no podemos ver ahora en la Opera Gallery por cuestiones de confinamiento y pandemia, podría decir que hay mucho más de Alicia en el País de las maravillas y de Matrix que de animales en formol. Es más, si tuviera que definir lo que veo en la obra de Anthony James diría que es una orbe infinita recogida en poco más de un par de metros cuadrados. La sala de los espejos del Palacio de Versailles comprimida como una pastilla de caldo, que espera un continente receptor para soltar todo su jugo. Así consigue James que el espectador quiera meter la cabeza en cada una de sus esculturas de vidrio y luz, como aquel que levanta la tapa de una cacerola para intentar descubrir que es lo que desprende ese olor tan apetecible.
Es evidente la fascinación que el artista siente hacia la mecanización, la geometría y el formalismo. Él mismo ha afirmado en alguna ocasión que, de alguna manera, este arte minimalista nace como un caos invertido: una forma de crear orden en su presente frente a una niñez anárquica en la Inglaterra de los 70 y 80. En la misma frecuencia que nombres como Leo Villareal, Dan Flavin o Ivan Navarro, sus estructuras de lentes, acero y LED nos permiten percibir la parte más rígida y reluciente de un artista caótico: “siempre me ha interesado destilar las cosas hasta su esencia y eso incluye mi concepto de yo. Solo estoy tratando de salir de mi propio camino, liberando suposiciones a las que me he aferrado con respecto a mi pasado y futuro”-confesaba en una reciente entrevista a Designboom.
Esa, precisamente, es la ventaja que comparte el artista -cualquier artista- con las serpientes: el poder de eliminar capas de piel que ya no usa y no le son imprescindibles para dejar que la esencia cobre un aspecto renovador, pero manteniendo los mismos ingredientes que en su origen. El Covid-19 no ha entendido la importancia de este gesto y ha impedido -entre otras cosas- la inauguración de la primera exposición individual que James Anthony tenía programada en la galería de la ópera de Londres. No obstante, desde ROOM os dejamos una visit virutal, ya que no pensamos perder la oportunidad de ver un ápice del verde de los campos de Glasgow recogido en la abstracción de un octaedro de níquel brillante.