El Palais Galliera de París dedica una retrospectiva a Rick Owens, creador californiano convertido en un referente de culto en la moda contemporánea. Disponible hasta el 4 de enero de 2026, Temple of Love es una inmersión en el universo oscuro y luminoso de un diseñador que ha hecho de la contradicción su fuerza creativa. Con un centenar de prendas, instalaciones inéditas y hasta la recreación de su propia habitación, Owens ha transformado el museo en un escenario donde brutalismo, espiritualidad y disidencia dialogan con una intimidad inusitada.
De la provocación a la ternura: el viaje de Rick Owens
La vida y obra de Owens defiende una estética de lo extraño, por ello en Temple of Love propone una alternativa a la tiranía de unos cánones de belleza contemporáneos reduccionistas y asfixiantes. Las siluetas femeninas, de porte noble y casi hierático, contrastan con la agresividad de las masculinas, lo cual refleja —en sus propias palabras— tanto su admiración hacia las mujeres como su mirada crítica hacia los hombres “por todos esos defectos que también son los míos”.

El recorrido une la vida personal del creador con su enfoque radical. De sus inicios en Los Ángeles en los años ochenta a su asentamiento en París a principios de los años 2000, Owens ha construido un lenguaje visual donde la ropa es, a la vez, armadura y confesión. Sus colecciones, marcadas por la experimentación con materiales reciclados, volúmenes extremos y una paleta dominada por el negro y el archifamoso gris dust, han funcionado siempre como una forma de resistencia a la normatividad, al patriarcado y a la complacencia visual.


No es casual que, en los años más convulsos de la última década —cuando el mundo parecía arder en guerras culturales y climáticas—, Owens convirtiera sus desfiles en actos de confrontación política y poética: bailarinas de stepping en lugar de modelos convencionales, cuerpos desnudos que desafiaban el pudor moralista y prendas monumentales que cuestionaban la fragilidad del planeta. Sin embargo, Temple of Love revela otra faceta: la del diseñador que, desde la disciplina casi monacal y la sobriedad personal, ha aprendido a sustituir la furia por la ternura, la crítica por un gesto de amor hacia lo raro, lo diferente, lo lastimado. La presencia de Michèle Lamy, compañera vital y musa permanente, resuena en toda la exhibición: sirve de ancla afectiva y cómplice en esta travesía donde la moda se mezcla con la vida, el arte y la filosofía personal.


Escenografía del exceso y la intimidad en el Palais Galliera
Bajo la dirección artística del propio Owens, el edificio del museo de la moda de París cambia de piel a través de intervenciones rotundas. Las estatuas de la fachada aparecen cubiertas de lamé dorado; en el jardín, 30 esculturas de cemento recuerdan sus muebles brutalistas, mientras las flores plantadas replican el paisaje californiano de su infancia. Dentro, la museografía juega con la luz de manera inédita. Por primera vez, se han descorrido los pesados cortinajes del gran salón central para que el sol bañe las vestimentas, aceptando su deterioro como parte del proceso vital que Owens siempre ha celebrado. Cada sala es una capilla dedicada a un tema —la corporalidad, el deseo, la muerte, la confrontación política, la ternura final—, y en ese tránsito el visitante descubre no una evolución, sino también el retrato de una época.

El circuito sorprende por su teatralidad casi sacra: maniquís que replican el cuerpo, la cara y el pelo de Owens, altares inclinados que elevan las esculturas como si fueran reliquias futuristas, y hasta una estancia de ecos sadomasoquistas, donde su alter ego orina como un Manneken Pis herético. La muestra alterna dos ambientes: uno oscuro, con outfits en gamas terrosas, grises y azules pálidos, casi monásticas. En esta zona resuena la voz del propio Owens leyendo en inglés y francés pasajes de À rebours (Al revés), de Joris-Karl Huysmans; un libro que le marcó en la infancia y que describe el célebre Salomé bailando ante Herodes, de Gustave Moreau, pintor cuya aura mística impregna su imaginario.


En la estancia iluminada por la luz exterior —con total looks negros que prevalecen entre algunas irrupciones inesperadas de color—, escuchamos fragmentos de óperas wagnerianas, otra herencia de la estricta educación católica impuesta por su padre. Entre estas y otras referencias —imaginería católica, literatura fin-de-siècle, el Hollywood de los años treinta, túnicas litúrgicas, Manolo Fortuny, Madame Grès, etc.— desfilan siluetas alargadas, manieristas, casi alienígenas, que convierten la moda en rito y en visión.

El último espacio reproduce la habitación del diseñador en su casa de Los Ángeles: su guardarropa, sus perfumes de Santa Maria Novella y sus rituales cotidianos —del culturismo al cine mudo con bandas sonoras reinventadas—. Una atmósfera que sumerge al espectador en una obra total, y donde la voz del propio Owens leyendo a Huysmans, además de la intimidad casi devocional del dormitorio, nos transmite una capa personal que, por momentos, roza el culto a la personalidad. Cuando el artista controla toda la narrativa, la frontera entre retrospectiva y automitificación se vuelve difusa. Con todo, Rick Owens: Temple of Love logra articular la moda como monumento, manifiesto y espejo de nuestro tiempo.

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