El teatro contemporáneo acaba de perder a uno de sus titanes. Robert “Bob” Wilson, el director y artista visual que revolucionó la manera de concebir la escena, falleció el 31 de julio a los 83 años en su casa de Long Island. Su partida deja un vacío difícil de dimensionar: Wilson no solo creó espectáculos, compuso un vocabulario de imágenes y silencios.

Bob Wilson: del downtown neoyorquino a la revolución escénica
Desde finales de los años sesenta —cuando irrumpió en el circuito neoyorquino—, Bob Wilson se empeñó en derribar los límites entre disciplinas. Para él, el escenario era un lienzo donde la luz alcanzaba la misma fuerza dramática que un actor, donde el silencio concentraba la potencia de un grito y donde el tiempo podía expandirse hasta lo insoportable. Obras como Deafman Glance —la célebre “ópera muda” de siete horas— o Einstein on the Beach, concebida junto a Philip Glass y Lucinda Childs, hicieron estallar los parámetros de lo que podía ser un espectáculo.


Su teatro no buscaba narrar historias al uso, sino proponer experiencias sensoriales. Quien haya visto un montaje de Wilson recordará más las imágenes que la trama. Cuerpos que avanzan a cámara lenta, destellos de colores saturados, sombras que se estiran hasta volverse esculturas, calma que de repente se ilumina con una nota sostenida… Era un arquitecto del tiempo y la percepción.

La escala monumental fue otro de sus rasgos constantes. The Life and Times of Joseph Stalin duraba doce horas, y the CIVIL warS —su proyecto inconcluso para los Juegos Olímpicos de Los Ángeles— pretendía abarcar varios continentes y un día entero de representación. En sus manos, la escena se convirtió en un territorio épico y a la vez abstracto, capaz de seducir tanto a músicos como a artistas visuales, bailarines o performers.


Nacido en Texas en 1941, Wilson no provenía del canon teatral sino de la arquitectura y el diseño. Una mirada estructural que nunca lo abandonó, ya que pensaba los montajes como edificios habitados por ecos, gestos y luces. Quizá por eso su trabajo trascendió el escenario para expandirse en museos, galerías y óperas de todo el planeta. En 1993 fue distinguido en la Bienal de Venecia por su pieza escultórica, recordando que, en él, todo era parte de una misma visión: la construcción de imágenes en movimiento.

Colaboraciones que definieron una época
Su influencia se amplificó gracias a una insaciable red de colaboraciones. Trabajó con Tom Waits en The Black Rider, con Lou Reed en POEtry, con Marina Abramović en The Life and Death of Marina Abramović y, más recientemente, con Lady Gaga en los célebres Video Portraits. También dirigió a Mikhail Baryshnikov en Letter to a Man e Isabelle Huppert en Mary Said What She Said. En cada caso, la estrella parecía disolverse dentro de un dispositivo mayor, atrapada por el ambiente hipnótico de Wilson.


En 1991 fundó el Watermill Center en Long Island: un laboratorio que aún hoy sigue convocando a artistas jóvenes de múltiples disciplinas. Allí Wilson ejercía de mentor, anfitrión y provocador, convencido de que el arte del futuro se forja en la fricción entre mundos distintos. El centro se ha transformado en una de sus herencias más duraderas, un espacio donde la creación es también convivencia.

Premiado con el Praemium Imperiale en 2023, con un León de Oro en Venecia y con reconocimientos en Broadway y en Europa, Wilson nunca se dejó domesticar por los laureles. Continuó trabajando con la misma intensidad hasta sus últimos meses, obsesionado con perfeccionar una forma que nunca se agotaba. Su muerte marca el final de una era, pero también confirma su condición de clásico contemporáneo.


En el siglo XX, Stanislavski redefinió la actuación, Brecht la dramaturgia y Wilson la propuesta escénica. La suya fue una revolución silenciosa: nos enseñó que el tiempo puede volverse materia dramática, que la luz puede aglutinar la densidad de una palabra, que el teatro, lejos de agotarse en la narrativa, puede desplegarse como un estado de contemplación. En un contexto acelerado, Bob Wilson defendió la lentitud como modo de resistencia estética. Hoy, al recordarlo, la escena global se detiene un instante. Y en ese silencio alargado —tan suyo— se reconoce la huella de un artista irrepetible.