Cada escena de Vollmond —hasta el 23 de mayo en el Tehéâtre de la Ville de París— es una cápsula que se abre y se cierra con brusquedad. Una sucesión de gestos, viñetas y explosiones mínimas que van de conquistas amorosas inciertas a cuestiones sin resolver. El amor se vuelve combate, cortejo fallido, desconcierto. Y los cuerpos de la compañía de Pina Bausch saltan, se esquivan y se retuercen en el agua, como si buscaran un idioma nuevo para decir te quiero.
Vollmond de Pina Bausch. Melancolía, deseo, nostalgia y picardía
En una noche lluviosa, sin paraguas ni cobijo, los intérpretes de Vollmond se lanzan al amor como quien se arroja al río sin saber a dónde lo llevará la corriente. Se abrazan, se contradicen, se acarician, se arrastran y se golpean bajo el resplandor frío de la luna llena. “¿Qué es mejor, un gran amor con todos sus temblores y sacudidas de una sola vez o un poco de amor cada día?”, pregunta Maria Giovanna Delle Donne, en su papel de maestra de ceremonias de la noche.

Estrenada en 2006 en Wuppertal, Vollmond (Luna llena) ilumina hasta el 23 de mayo el Théâtre de la Ville de París con la lírica húmeda y la brutal honestidad del Tanztheater Wuppertal. Esta luna alumbra el deseo, pero también sus traspiés. En el escenario, un riachuelo fluye por debajo de una gran roca. ¿Es una cueva, un meteorito o una alegoría de los obstáculos que se interponen en el camino del amor? Ese espacio inestable —negro, brillante, hipnótico— sirve de campo de batalla sentimental para los doce actantes que dan forma a uno de los últimos trabajos físicos y emocionales de Bausch.
1º acto. Noche de tormenta con agitación impulsiva
La alta poesía se mezcla con el juego infantil, la sensualidad con la incomodidad, el deseo con la torpeza. Dos hombres se escupen agua. Otro se transforma en sillón para acoger a su amada. Empapada, una bailarina anuncia: “Por favor, agárrense bien. Se avecina una noche tormentosa”, y se ciñe el cinturón como si ese gesto pudiera salvarla de la tragedia.

En la primera parte, los solos contundentes se intercalan con duelos cómicos y ataques frenéticos de anhelo. Con los vestidos mojados, los bailarines parecen tan sensuales como indefensos. Buscan el amor y se someten a él como a los elementos. Pero el sendero es largo y pedregoso. A menudo, los intentos de acercamiento están mal dosificados. Del cortejo emana picardía y melancolía, pero la intensidad excesiva de los actos acaba por espantar a cualquiera. ¿O es la luna llena la que desata esa agitación impulsiva? Coreografías sólidas, peleas con palos y bailes de sillas se suceden hasta que el primer acto acaba con una imagen conmovedora cargada de belleza: cuerpos que atraviesan el río a nado, deslizándose por debajo de la piedra.

Desde una perspectiva poética y onírica, Bausch explora las tensiones entre hombres y mujeres y sus intentos —a veces cómicos, otras dolorosos— de alcanzar la felicidad. En la danza-teatro, el sentimiento inmediato prevalece sobre la explicación racional. No hay narrativas lineales ni interpretaciones únicas: lo que ocurre en directo se resiste a la evidencia y exige una lectura sensorial.
2º acto. Serenidad que estalla
Aunque Vollmond es una de las “obras de agua” del Tanztheater Wuppertal, aquí no actúa como decorado: es el lenguaje de los cuerpos. En este escenario frágil y espectral, los bailarines se sumergen sin miedo. Llovizna, diluvia y aun así no se detienen. La luna llena y el agua se convierten en símbolos poderosos que plasman en la coreografía tanto belleza como desestabilización.

El segundo acto se inclina hacia una melancolía musical. Los intérpretes caminan por la roca como si fuera el pasillo de su propia casa. Una mujer, tumbada sobre una colchoneta hinchable, navega a la deriva como una Ofelia posmoderna. En ese intervalo sereno, surge una tregua inesperada: cinco parejas se mueven abrazadas, sin huida ni fricción. Pero la quietud es efímera. El caos reaparece, y es Julie Anne Stanzak quien irrumpe con un solo deslumbrante mientras cinco hombres lanzan cubos de agua contra la roca, en una de las imágenes más hipnóticas del montaje.
El humor —tan presente en Bausch— surge ensombrecido por el cinismo. “Estoy un poco amargada”, dice Taylor Drury mientras se frota medio limón por el cuerpo. Otra bailarina se golpea para forzarse a reír. La danza es el último refugio. Y, sin embargo, Vollmond nunca cae en el sentimentalismo. Es oscura, pero no triste; desesperada, pero no derrotista. Cada gesto —repentino, tembloroso, reiterado— es una tentativa de conexión. Todos buscan, nadie encuentra, y, aun así, ninguno se rinde.


Una pieza negra de Pina Bausch con luz interior
Motivos y escenas reaparecen como ecos. La música del Cuarteto Balanescu, Tom Waits o René Aubry acompaña con sutileza los vaivenes de la pieza. En el tema final de Cujo, estalla un frenesí electrónico que desencadena la catarsis: todos bailan sentados, se mojan o ejecutan solos fugaces y vehementes en el agua. Es la apoteosis final.
Las piezas de Pina Bausch —sin respuestas ni moralejas— no se explican, se sienten. Sus coreografías inasibles conservan una intensidad que jamás decae. Gracias a su honestidad y a su estética atemporal —lejos de fórmulas y esquemas predecibles— su trabajo sigue vigente. Aunque no busque perfección técnica, cada acción está afinada con precisión y belleza. Por eso sus obras siguen conmoviendo: porque irradian autenticidad.

Vollmond es una tormenta de imágenes húmedas, brillantes, absurdas, ocurrentes y dolorosamente humanas que se adhieren a la piel bajo la luna llena. Su final optimista se entrelaza con una forma de consuelo: haber compartido, aunque solo fuera un instante, una fragilidad común. Vollmond emociona, sacude y mece el alma. Y nos recuerda que, en cuestiones de amor, hay que estar siempre dispuesto a mojarse.
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