Con su primera pieza para la mítica Tanztheater Wuppertal Pina Bausch, Boris Charmatz ha conseguido crear una coreografía soberbia, profusa en contrastes y matices en Liberté Cathédrale. 105 minutos que nos conducen de la angustia a la carcajada y nos devuelven a la perplejidad. Se representa del 7 al 18 de abril en el Théatre du Châtelet de París.
Tanztheater Wuppertal Pina Bausch y su coreografía vibrante
Como es habitual en la Tanztheater Wuppertal Pina Bausch, en esta agrupación de artistas multiétnicos no hay lugar para el edadismo. Los 26 intérpretes —de entre unos 20 y 60 años— que ejecutan Liberté Cathédrale ingresan en el teatro vestidos de negro. Muy bien ataviados para franquear en clave athleisure, por ejemplo, la puerta del Berghain. No hay elementos escenográficos; ni siquiera escenario. Boris Charmatz —director de la compañía— elimina las barreras entre el espectador y la escena con este espectáculo de 360 grados. Así, los bailarines se mezclan con el público e interactúan con los asistentes durante la representación, sentados en sillas plegables de plástico. Los tocan, los besan e incluso los sacan a bailar.
La iluminación se sustenta en cuatro neones y ledes que cuelgan del techo cambiando de color. En cuanto a la música —si es que se la puede llamar así—, se reduce al tañido de las campanas del segundo acto y al único acorde de órgano que domina la última etapa de este viaje alucinante. La tensión del primer bloque da paso a la desesperación del siguiente, transformándose en estupefacción en el tercero para mutar a carcajada estruendosa en el cuarto. Después de esta catarsis, llegamos a la quinta parte, que nos sume de nuevo en la incertidumbre.
La catedral creada por Boris Charmatz y sus bailarines no tiene muros. Esta arquitectura humana consiste en una asamblea que baila, canta y resuena. Liberté Cathédrale construye un ensamblaje danzante, un tejido de movimientos, gestos y contactos entre los cuerpos. Para darle forma, Charmatz ha mezclado el conjunto de Wuppertal con su laboratorio coreográfico francés llamado «Terrain», compuesto por ocho artistas galos. De hecho, Terrain es ya parte del nombre oficial de la institución alemana.
Liberté Cathédrale: representación en cinco actos
Esta obra visible desde todos los ángulos establece una relación circular con el espectador. La representación en cinco partes se traduce en una especie de bloques sin nexo, algo que ya había explicado su creador. La función da comienzo con Opus, donde los 26 bailarines entran en escena y tararean a capela el segundo movimiento del Opus 111 de Beethoven. Corren, saltan, se tiran al suelo y cantan “la la la” entre respiraciones y movimientos violentos. Mientras tanto, alternan carreras liberadoras y frenéticas con momentos estáticos en los que cada uno se expresa con un gesto personal. Caídas y paradas repentinas originan el ritmo de la pieza. Por un lado, hay un fuerte sentimiento de cohesión en el grupo y, por otro, predomina la afirmación de la individualidad de cada uno de los bailarines.
En Volée (vuelo de las campanas), Charmatz logra convertir el tañido de las campanas en música para bailar. Los artistas explotan, se agitan como cuerpos sonoros, se balancean, dan volteretas, rebotan y palpitan hasta la extenuación al son de campanadas festivas, alegres, tristes o fúnebres. A partir del tercer acto, Silencio, la acción se ralentiza y la danza contemporánea se transforma en performance. Los actantes invaden el espacio con la boca abierta mirando hacia el techo. Caminan, caen al suelo, se levantan, vuelven a bailar con muecas incómodas que emulan gritos silenciosos. La sensación es de conmoción. A veces el espectador duda entre si están gritando sordamente o si están poniendo cara de admiración, como primer síntoma de un inminente stendhalazo. Para Charmatz, el silencio de la pieza simboliza el silencio que nos atenaza cuando leemos los testimonios de las víctimas de los curas pederastas o de todos los minutos de silencio.
En Por quién doblan las campanas, los bailarines buscan la intimidad, la cercanía, el contacto con el público. Vuelve el canto e irrumpe la excentricidad, la locura, los chillidos, la catarsis. A estas alturas, hubo quien no pudo reprimir el ataque de risa y también quien se marchó en medio de la representación. Supongo que eso es precisamente lo que mejor resume la obra. La última etapa, Tocar, está dedicada al contacto, al simple placer de experimentar la permeabilidad de los cuerpos. Por ello los protagonistas se palpan, se estrujan, intentan construir una catedral de cuerpos, un simple casteller. Se arrastran, se pasan por encima los unos sobre los otros; se transportan como finados hasta que van desapareciendo de la escena a cámara lenta. Al final, solo queda una bailarina: se balancea sobre un pie, buscando el equilibrio, que es lo que cualquiera intenta encontrar en la vida, antes de salir corriendo disparada.
Hay quien simplemente verá esta pieza como un ir y venir, entrar y salir, huir, detenerse, darse la vuelta y volver a dar tumbos en círculos. El resultado es un espectáculo fulminante que puede decepcionar a quienes esperen una interpretación más cercana al alma del Tanztheater Wuppertal Pina Bausch, pero que debe apreciarse y valorarse como una obra independiente, sin buscar referencias en el pasado de la célebre compañía alemana.
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