A finales de agosto del año 2020, después del primer verano de pandemia, el South Bank Center recopiló en la exposición Among the trees el nuevo anhelo de las ciudades por acercarse a la naturaleza. En ella, más de 37 artistas contemporáneos exploraban diferentes maneras de representar árboles. Con sus trabajos, los convertían en iconos a través de los cuales hablar de la crisis climática, de la vida que fluye en los ecosistemas y, sobre todo, de la desconexión urbana respecto al medio.
El sol del membrillo
El sol del final del verano cae sobre las hojas de un frutal en el patio de una casa de Madrid. Unos cordeles perfectamente aplomados, horizontal y verticalmente, sirven de referencia para que el pintor pueda notar cualquier variación del color que refleja la luz en la piel de los membrillos que cuelgan de sus ramas. Antonio López lucha estoicamente por capturar en un lienzo la esencia de un momento que apenas dura unos minutos al día. Su amigo, el cineasta Víctor Erice, trata de grabarlo todo sin interferir en el trabajo del artista. Ni el cuadro ni la película (El sol del membrillo, 1992) consiguieron su objetivo principal —atrapar la luz sobre los frutos del árbol y reflejar la cotidianidad del proceso—, pero nos dejaron un ejercicio visual sobre la frustración que genera el paso del tiempo en el hiperrealismo.
Los árboles cumplen con una serie de cualidades que los convierten en un arquetipo a la hora de representar la relación del ser humano con la naturaleza. Sin embargo, transmitir la estacionalidad, el crecimiento o la cantidad de vida que los rodea mediante algo tan estático como la pintura puede resultar —como en el caso de Antonio López— tan desalentador como inútil. ¿Cómo puede abordarse este viaje al centro de los árboles?
El lenguaje secreto de los bosques
Llegar al instante en que el árbol no nos deja ver el bosque puede ser complicado desde el punto de vista pictórico. ¿Se puede aislar el pino del pinar o el chopo de la alameda? La fuerza del grupo suele ser más poderosa que la de un elemento solitario. Sin embargo, algunos artistas han encontrado modos de inclinar la balanza de la percepción en favor del individuo frente al todo.
El museo Tamayo, en ciudad de México, amplió su superficie para la Design Week de 2018 con un pabellón que se extendía por el jardín. Fernanda Canales ideó un volumen abierto, ciego por fuera y revestido de espejos por dentro para atrapar en un mismo lugar el paisaje y el cielo. La instalación respetaba rigurosamente la posición de dos grandes árboles, aunque quedaban separados de los demás. El pequeño claro los mantenía igual al observarlos desde el exterior, y sus copas seguían fundiéndose con las del resto debido a que su altura era mucho mayor que la de los muros de la construcción. Sin embargo, al mirarlos desde el interior aparecía el truco. El juego de espejos, el sitio reducido y la perspectiva forzada dirigían la mirada —como en un photocall— hacia las superestrellas del parque. Los dos ejemplares destacaban, entonces sí, sobre un conjunto que apenas se percibía como un fondo. La idea exploraba los límites entre interior y exterior introduciendo un componente ajeno —los árboles— en las tripas de un espacio expositivo.
En esta línea, Eija-Liisa Ahtila ha utilizado también un artificio para confundir al espectador y convertir la parte en el todo que le interesa. Y lo ha hecho con Horizontal – Vaakasuora: una pieza de videoarte que reproduce un cedro monumental colocado en horizontal y divido en seis fragmentos. Cada uno de ellos reproduce distintos momentos de la grabación del mismo árbol, haciendo que el viento mueva las ramas a un ritmo diferente en cada pantalla.
Además de la horizontalidad que revierte la representación clásica del arbolado, la obra nos ofrece otra manera de apreciar el tamaño real del monstruo. El gesto de desacompasar las grabaciones resalta el detalle, incide en la vida de las hojas y nos obliga a fijar la atención en la textura, en el color o en esa luz que tan desesperadamente intentaba capturar Antonio López en su cuadro.
Con esta voluntad de documentación engañosa y estética, el creador surcoreano Myoung Ho Lee recorre su país buscando árboles para fotografiar. En sus instantáneas se muestran separados de su entorno más inmediato por un lienzo blanco colocado justo detrás del modelo y ajustado a las dimensiones y proporciones de cada ejemplar.
Ho Lee los elige por su singularidad y los registra en momentos concretos del año, atendiendo a la estacionalidad de cada especie. La floración o la pérdida de las hojas hacen que cada uno le brinde una estampa especialmente atractiva: una pose artificialmente pintoresca con la que el artista consigue reforzar la belleza y esa percepción de icono silvestre que es el árbol, aquí asociada a la aprehensión de un instante.
Las sillas de Hugh Hayden resultan inquietantes por mostrar cómo algo industrialmente pulcro se vuelve salvaje. El mueble desaparece y contemplamos un objeto que no termina de encajar ni fuera ni dentro de un espacio doméstico.
Los árboles mueren de pie
Árbol y madera son conceptos inseparables. Este vínculo es el punto de partida de varios artistas y diseñadores que buscan con sus proyectos salvar el salto desde lo vivo a lo muerto. El mobiliario está fuertemente asociado a la madera, hay una tradición y un oficio difíciles de superar y una industrialización que ha extendido su uso mucho más allá de los límites de la técnica. Nombres como Benjamin Graindorge o Hugh Hayden emplean este campo para recuperar la conexión perdida entre el producto final y su origen agreste. Ambos plantean obras que se convierten en una representación del tronco y las ramas de un supuesto árbol padre. En el caso de Graindorge con un gradiente elegante, en el de Hayden con un toque más violento.
Las sillas del artista americano y los asientos del diseñador francés resultan ligeramente inquietantes por la manera que tienen de mostrar cómo algo industrialmente pulcro se vuelve salvaje. El mueble desaparece y tenemos la sensación de estar contemplando un objeto alejado de una escena hogareña. El control geométrico que existe sobre piezas estandarizadas aquí toma la forma de algo tan luctuoso como un fósil o un cadáver que —como pasaba con la obra de Fernanda Canales— no termina de encajar ni fuera ni dentro de un espacio cotidiano.
La madera para estructuras y edificios es también un componente primitivo que se ha transformado con la tecnología, aunque frente a los amplios tratamientos y acabados del mundo del diseño, aquí podemos apreciar aún una cierta crudeza. Con esta premisa, Henrique Oliveira transforma los soportes arquitectónicos —paredes, techos, columnas— en nudos que se retuercen con la fuerza de un material indómito. En su porfolio, la madera lucha desesperadamente por liberarse. La esencia de la criatura vegetal trata de escapar de la cárcel del elemento normalizado y volver, a toda costa, a ser árbol.
En las obras de Oliveira, la madera lucha desesperadamente por liberarse. La esencia de la criatura vegetal trata de escapar de la cárcel del elemento normalizado y volver, a toda costa, a ser árbol.
Desde este enfoque, es interesante cómo, en alguno de sus trabajos, el italiano Giuseppe Penone revierte la senda de la industrialización y se dedica a recuperar la apariencia del árbol joven, que queda encerrada en el cuerpo de una pieza más grande. Cuando lo hace en vigas y pilares, el aspecto de la carpintería pierde su característica robustez estructural y muta en el eslabón vegetal perdido.
Estos procesos creativos ayudan a reconstruir cierta relación con la vida de los árboles, pero siempre de un modo artificioso si tenemos en cuenta que la madera es un material inerte. Es difícil que lo vivo se deje moldear a voluntad por el artista, por lo que parece sensato asumir la farsa. Es decir, ¿se pueden hacer árboles que no sean árboles?
Hacia el código binario
Al igual que sucede con el término “arquitectura”, la palabra “árbol” ha evolucionado mucho más allá de su significado concreto. Hoy en día, un árbol es, principalmente, un método de jerarquizar ideas. Es decir, algo que no está necesariamente vivo y que, por tanto, puede tener otras maneras de representación. La colombiana Johanna Calle se inspira en su dimensión estética (tronco, copa, ramas) para elaborar una serie de caligramas que ha llamado Perímetros. Estos poemas visuales —que parecen mirar a Apollinaire— toman el contorno de algunas de las especies de su país para reconectar un texto legal —la Ley de Restitución de Tierras colombiana— con el arraigo de la cultura y el paisaje de la zona. Es posible que ni las palabras ni el papel —hojas de un libro notarial— tuvieran un especial vínculo con el territorio hasta que la artista las ha convertido en silueta de árboles locales. Esta figura nos hace entender la importancia de que las instituciones muestren sensibilidad por conceptos tan básicos como la identificación de la población con la naturaleza autóctona.
Eva Jospin o el propio Giuseppe Penone también realizan una aproximación a los árboles desde una perspectiva diferente. En Panorama, Jospin elabora una técnica para reproducir la textura de un bosque sobre una superficie de cartón. La impresión panorámica del mural absorbe al visitante y consigue hacernos olvidar que se trata de planchas para embalar y montar cajas. El efecto producido es similar al de las esculturas que Penone moldea en metal con aspecto de árboles desnudos. El artista italiano experimenta con la forma de los troncos —y con frutos de piedra que desafían visualmente la gravedad— para jugar a confundirnos —igual que Eva Jospin— sobre lo que estamos percibiendo.
Pero si queremos dar un paso más y cuestionar la materialidad de los árboles, quizá lo más cómodo es que directamente no tengan ninguna. Artistas como Jennifer Steinkamp o Javier Riera manejan el ámbito digital como herramienta para aliviar la carga de lo tangible. Judy Crook es el título de una serie de simulaciones virtuales que Steinkamp elabora acerca del crecimiento y desarrollo de un árbol a lo largo de un año. El vídeo abre la puerta a reflexionar sobre la realidad virtual del metaverso que se aproxima. ¿Qué hueco debe ocupar la naturaleza en ese nuevo paisaje? ¿Hasta dónde se extiende la relación del ser humano con el medio? ¿Estamos preparados para introducirnos de lleno en la simulación emocional?
Javier Riera, en cambio, prefiere optar por un modelo a medio camino entre lo real y lo ilusorio. Su trabajo se centra en usar los árboles como soporte para proyectar volúmenes y geometrías abstractas. Los polígonos y poliedros contrastan enormemente con los orgánicos contornos de las copas, que pasan a ser objetos ficticios. Demasiado presentes para parecer falsos, demasiado volátiles para ser posibles.
Un árbol puede ser un reflejo, una talla, una proyección o un texto recortado con su silueta. Hemos visto un arquetipo amplio, complejo, inabarcable en muchas ocasiones y también tremendamente inspirador. Este viaje al centro de los árboles es un camino que sirve para reconectar con los orígenes olvidados de la técnica o para mirar a un futuro inquietante; para detener el tiempo en un segundo concreto o para redefinir un icono universal: tronco, ramas y hojas. |