Del pasado 15 al 23 de abril, el Festival Dansa València congregó a 33 compañías de baile diferentes al abrigo de la ciudad valenciana y de su patrimonio. Un evento que celebraba la danza con el fondo azulado del Mediterráneo.
Bailarín y transeúnte: una misma actividad
Bailar es puro verbo. Nos recuerda que a veces es bueno dejarse llevar y suspirar en ese lugar de alivio donde las personas sienten más que piensan. La palabra “bailar” genera un revuelo de metrónomos varios: puro ritmo, pero también tembleque, zapateo errático y liberación del gesto. Se parece a un escalofrío, a un síncope corporal por el que se acentúan las notas consideradas débiles. Decir que esa “pulsión” puede ser objeto de regulaciones o de protocolos que hilvanan una cadena de movimientos es una reacción que conecta las profundidades de nuestro ser con el espacio que lo rodea. Una sonda a la escucha de las historias e imágenes menores que nos habitan y aún permanecen en estado latente a la espera de ser leídas y reveladas.
Eso es la danza: un halo de misterio hasta llegar al compás siguiente. Anticipar el próximo paso sin pensarlo demasiado. Descubrir, pisada tras pisada, el espacio que se va pateando. Una coreografía talón-punta, talón-punta, adelante, atrás, de lado a lado, y huellas que van de aquí para allá, sin rumbo fijo o en múltiples direcciones. ¿Pero no define eso también a una ciudad? El cuerpo del transeúnte invoca, involuntariamente, una danza muda hasta la somatización como actor social. Nada casual, puesto que los cuerpos en la ciudad siempre han estado en agitación permanente, incluso de manera larvada cuando su actitud es la del reposo o la inmovilidad.
El cuerpo en la ciudad de Valencia
La semana pasada aprendí a conjugar bailar y ciudad en una misma frase. Antes, las había supuesto por separado. Fue durante la celebración del festival Dansa València, del 15 al 23 de abril. Aquí asistí a ver a los integrantes de la compañía Cave Canem hablarse de memoria frente a la fuente de la Plaza del Patriarca; atendí al eco de las jotas de Pepa Cases, al compás del tic-tac del reloj del Ayuntamiento; vislumbré la oscilación de sombras rosáceas de Eduardo Zúñiga a la penumbra de los naranjos de la renovada Plaza de La Reina. Con todo y, sobre el fondo azulado del Mediterráneo, el espectáculo del colectivo La Imperfecta me certificó que bailando decimos mucho más de lo que creemos; que para arrancarnos solo hace falta que los más pequeños, con su inocencia desbocada, se lancen a la pista. Que nos arrastren al resto es tarea de minutos.
De la exhibición al disimulo. En ese desplegar de ademanes, es fácil entender por qué durante el transcurso del festival, Valencia se tornó un ambiente consagrado a un modo específico de sociabilidad. Dansa València propuso un escenario desde donde contemplar cómo se agudiza la sociedad como juego de conexiones, de cuerpos que se leen, se miran y se contonean los unos con los otros tras una negociación iniciada en el silencio y a distancia. Y, de fondo, el tapiz de la urbe y su patrimonio: La Marina, La Nau, el Llit del Túria, la platja, el Cabanyal, el Rialto, La Mutant, el Principal, el Musical y la València de les places.
El sentido de lo público en Dansa València
Tras el festival, me fijé en todos los cuerpos que, mientras pasaban junto al mío, se bailaban lateralmente y se rozaban. Y es que no recuerdo una imagen mejor para describir la ciudad que la de un confuso ballet de roces y caricias. Aquella que prueba que no hay pureza: que somos en la mezcla una danza heterogénea, donde solistas y conjuntos —dejando de lado las particularidades del libreto de cada uno— se refuerzan milagrosamente entre sí y componen un revoltijo en movimiento, desmintiendo toda univocidad en la piel de lo social.
Quizá ese sea, precisamente, el sentido de lo público: aprender lo que compartes con los demás para saber convivir sin que nadie te imponga su bailar; saber que el mundo tampoco se tiene por qué doblegar al tuyo. Comprender que los espacios públicos necesitan de esa coreografía de complicidad y reconocimiento para que quepan todos los ojos, todas las bocas, todas las conciencias. Para bailar todos un poco más cómodos y desinhibidos.
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El festival lleva programándose desde finales de los años ochenta. Esta es su 36 edición.
El Institut Valencià de la Cultura IVC