Bajo el pseudónimo Obey —obedece—, Shepard Fairey creó una de las imágenes más icónicas de la historia de la cultura urbana, basada en un primer plano de André el Gigante, famoso personaje de la estrámbotica lucha libre americana en los 70 y 80. Inicialmente, aquella imagen fue el resultado de una especie de juego casual, pero pronto adquirió una significación más honda.
Los procesos evolutivos más relevantes en el terreno de la creación artística se producen a partir de la colisión entre la materia arraigada y las visiones más disconformes. Virulentos choques generacionales, que trascienden el hecho formal para adentrarse en aspectos más profundos. En este sentido, en la década de los 90 comienza a eclosionar en los medios de comunicación el llamado street art; una evolución del grafiti, que ha pasado en poco tiempo de la penumbra de las calles al resplandor de galerías y museos internacionales. Por la esencia corrosiva del movimiento —criticado y perseguido por contaminar espacios públicos—, habría sido difícil predecir esta aceptación; pero su potencial era innegable: una heterogénea energía visual sin delimitaciones estéticas. En ese grupo, además del omnipresente Banksy, hay que subrayar a Shepard Fairey, un grafista estadounidense que trasladó a los muros un discurso sencillo, pero conceptualmente muy original.
Bajo el pseudónimo Obey —obedece—, Shepard Fairey creó una de las imágenes más icónicas de la historia de la cultura urbana, basada en un primer plano de André el Gigante, famoso personaje de la estrámbotica lucha libre americana en los 70 y 80. Inicialmente, aquella imagen fue el resultado de una especie de juego casual, pero pronto adquirió una significación más honda. El rostro del luchador, sintetizado como plantilla de estampación junto con la firma Obey —convertida en mensaje—, se multiplicó en forma de murales y adhesivos por ciudades de todo el mundo. Una mezcla kitsch a medio camino entre la propaganda soviética y la ironía dadaísta, con aroma skater y protagonizada por un tipo muy popular que provenía de un show televisivo absurdo. Imposible, pero cierto; la composición era inocua y, sin embargo, enigmática y ácida. Para complicar todo un poco más, Obey acabó siendo una marca de ropa.
Tras aquello, Shepard Fairey ha trabajado en el ámbito del diseño visual realizando sus característicos proyectos para transatlánticos como Adidas y Pepsi, así como portadas y grafismos para bandas tan reconocidas como Sepultura, Black Eyed Peas y Public Enemy.
Pero la verdadera dimensión artística de este norteamericano se sustenta en sus innumerables piezas de autor, en las que predomina una peculiar dosis de crítica social y reivindicación política: antibelicismo, ecologismo, multiculturalidad o feminismo son temas recurrentes en su obra. Así, en 2008 alcanzó su cumbre de reconocimiento con el diseño del cartel HOPE —para la campaña de Obama—, que se convirtió en un símbolo político global.
Su estilo combina multitud de inspiraciones, a veces contrapuestas, lo que le ha generado alguna polémica respecto a derechos de imagen, así como acusaciones de comercializar los temas sociales que trata. Sin duda, Fairey es un creador paradójico, que se aprovecha de los mecanismos del sistema para favorecer su trabajo y que suma con personalidad propia una amplia serie de perspectivas, técnicas y elementos ya existentes. Una especie de Warhol de nuestros días —guardando las distancias— que lleva más de una década exponiendo en capitales de todo el mundo.